¿Se deben desenterrar los restos humanos para su estudio científico?

Desde su llegada a Australia, en el siglo XVIII, los británicos comenzaron a recoger restos de aborígenes enterrados en el continente para estudiarlos y guardarlos como piezas de museo. Entre los restos más conocidos están los del Hombre de Mungo, un individuo de unos cincuenta años que fue enterrado en la región de los Lagos de Willandra, en el sureste del país, hace más de 40.000 años, cuando aún había neandertales en Europa. Descubiertos por Jim Bowler en 1974, los fósiles fueron llevados a Camberra donde se conservaron para su análisis científico en al Universidad Nacional Australiana.

Hace un año, aquellos restos humanos, los más antiguos de Australia, fueron devueltos a su lugar de origen junto a los de otras 104 personas para ser enterrados de nuevo conforme a las creencias de sus descendientes. Durante décadas, las comunidades aborígenes de Paakantji, Ngyiampaa y Mutthi Mutthi los habían reclamado, convencidas de que lejos de su patria los espíritus de aquellos muertos no podrían descansar. “Su espíritu será liberado y él será liberado cuando lo devolvamos a la tierra del lugar del que vino”, dijo a la prensa la Tía Patsy, una representante de los Mutthi Mutthi, poco antes de la ceremonia.

El propio Bowler había denunciado las prácticas de muchos arqueólogos que expoliaron los restos de cientos de indígenas australianos sin obtener un beneficio científico. El más famoso de ellos era Murray Black, un ingeniero de minas que recolectó miles de cráneos y esqueletos completos para enviarlos a instituciones de investigación. “Él me contó una historia sobre cómo en una ocasión había estado trabajando alrededor del río Murrumbidgee durante el verano y tenía dos camiones llenos de esqueletos. Cuando regresó, los pececillos de plata [un tipo de insectos] se habían comido las etiquetas y [los esqueletos] eran inútiles. Así que los enviaron todos al instituto de anatomía donde permanecieron hasta hace unos 25 años”, explicó Bowler en una entrevista con The Guardian.

Pero el investigador también ha defendido la necesidad de que los científicos estudien estos restos, en parte para entender la historia de la espiritualidad humana y la manera en que los aborígenes se han relacionado con su entorno, más a través de la empatía y la intuición que del análisis racional de la naturaleza para adaptarla a los propósitos humanos. En un trabajo reciente que se publica en la revista Science Advances, un equipo de científicos en colaboración con activistas aborígenes como la Tía Patsy muestra la posibilidad de colaboración entre estos dos universos paralelos.

Según las creencias de los aborígenes, los espíritus de sus ancestros no descansan hasta que sus restos yacen en las tierras donde vivieron y por eso han reclamado durante décadas que se devuelvan esos huesos a donde pertenecen. Sin embargo, la recolección desidiosa de individuos como Black ha hecho que lo único que se sepa sobre muchos de estos restos es que pertenecen a aborígenes. El origen geográfico, la tribu o la lengua hablada se desconocían, impidiendo una repatriación precisa. Llevar los restos de un aborigen a cualquier lugar de Australia que no sea su región sería tan inútil para el reposo de su espíritu como permanecer en un museo de Londres.

En el trabajo liderado por Joanne Wright, una experta en evolución humana de la universidad Griffith de Australia, los científicos quisieron demostrar que es posible recuperar ADN de restos enterrados en estas regiones, pese a su clima árido, que no es ideal para la conservación del material genético, y compararlo con aborígenes actuales para identificar su origen. Los investigadores obtuvieron y secuenciaron diez genomas nucleares (donde más de 20.000 genes contienen la información necesaria para hacer un ser humano) y 27 genomas mitocondriales (con solo 37 genes, pero útil para identificar parentescos) de australianos que vivían antes de la llegada de los europeos y origen conocido. Después, compararon estas muestras con los genomas de 100 aborígenes modernos. Su análisis concluyó que los genomas de la mayoría de los aborígenes ancestrales tenían una mayor proximidad con los de la gente que vivía en la actualidad en las mismas regiones que ellos habían vivido. Esto hace que el ADN nuclear y su técnica de comparación pueda ser útil para repatriar restos aborígenes al lugar que les corresponde. Sin embargo, no sucede lo mismo con el ADN mitocondrial, con el que casi uno de cada diez restos acabarían en un lugar distinto del que les corresponde según las creencias indígenas.

Durante casi toda la historia de la humanidad, esta sensibilidad de una cultura tecnológicamente superior hacia los sentimientos de sus congéneres menos avanzados habría sido una excentricidad.
En España, hubo durante casi un siglo un bosquimano disecado como un animal en un museo de Bañolas, en Gerona, hasta que fue repatriado y enterrado en Botsuana en el año 2000 y en decenas de museos de todo el mundo se pueden ver los restos de individuos que no considerarían ideal para sus almas permanecer expuestos a las miradas de los curiosos y la manipulación de los eruditos.