Al rescate de Carlos Mérida, el muralista olvidado

Mientras Diego Rivera pintaba escenas épicas de batallas entre aztecas y conquistadores o entre fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias, Carlos Mérida (Quetzaltenango, 1891 – Ciudad de México, 1984) prefería el baile de líneas y colores. Este artista guatemalteco, que a principios de los años 20 hizo de ayudante de Rivera, tomó un camino distinto del de su maestro y la mayoría de muralistas mexicanos: la abstracción geométrica. Sin mojarse en política, este artista total, que fue coreógrafo, diseñador de ropa, dibujante de viñetas y escultor, además de muralista, fue la pincelada discordante —y a menudo olvidada— de este movimiento artístico.

Mientras Diego Rivera pintaba escenas épicas de batallas entre aztecas y conquistadores o entre fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias, Carlos Mérida (Quetzaltenango, 1891 – Ciudad de México, 1984) prefería el baile de líneas y colores. Este artista guatemalteco, que a principios de los años 20 hizo de ayudante de Rivera, tomó un camino distinto del de su maestro y la mayoría de muralistas mexicanos: la abstracción geométrica. Sin mojarse en política, este artista total, que fue coreógrafo, diseñador de ropa, dibujante de viñetas y escultor, además de muralista, fue la pincelada discordante —y a menudo olvidada— de este movimiento artístico.

Mérida empieza a abrirse hueco en el panorama artístico cuando se muda a México en 1919, tras pasar una temporada en París. En esa época el muralismo mexicano está en pleno apogeo. Rivera, Orozco y Siqueiros, los tres grandes, revisten paredes y techos de pintura que reivindica los valores de la Revolución mexicana de 1910. Pero Mérida no está del todo cómodo con el contenido político, ni con una etapa de la que, como guatemalteco, se siente un tanto ajeno. Su familia le describe como un hombre pacífico, cauto y consciente de su condición de extranjero. “Él decía que el arte y la política no se llevaban; que el arte tenía su propia política”, recuerda Navas.

Un hombre tranquilo con difícil encaje dentro del muralismo revolucionario y militante. “Difiere totalmente de la estética revolucionaria mexicana”, explica María Estela Duarte, curadora de la retrospectiva del Munal. “Mérida quería la libertad creativa y no estar sujeto a un tema”. Frente al estilo figurativo preponderante, el guatemalteco, de origen indígena quiché por lado paterno y español, por el materno, encuentra esa libertad en la abstracción geométrica de la tradición maya. “Él decía que le debía más a los murales maya de Bonampak que a las meninas de Velázquez”, dice Duarte.

El libro sagrado de esta civilización mesoamericana, el Popol-Vuh, una especie de Génesis que cuenta la creación del mundo, es una de sus fuentes de inspiración y le dedica murales y varias series de dibujos, algunos en la retrospectiva. “El sentido de la abstracción en el que fueron maestros mis antepasados, tomó forma en mí tan clara, tan precisa que no hubiera podido aceptar ya otra interpretación de mis visiones”, escribe Mérida en su autobiografía.

El guatemalteco no solo innova en estilo, sino también en materiales. Sus murales no son frescos, sino mosaicos venecianos o placas esmaltadas o de vidrio que se integran con el espacio arquitectónico – la llamada “integración plástica” entre pintura y arquitectura fue una de sus obsesiones. De hecho, su obra cumbre fue un gigantesco mural en cemento policromado con motivos prehispánicos en la multifamiliar Presidente Juárez, un complejo habitacional de Mario Pani, el gran urbanista y arquitecto de Ciudad de México.

En 1985, poco después de morir del artista, un terremoto arrasa la capital y ese mosaico queda irremediablemente dañado. Una suerte parecida a la que han corrido muchos de sus murales. La investigadora de arte Louise Noelle ha atribuido este deterioro a la falta de protección legal en México de obras realizadas por extranjeros – pese a vivir en ese país gran parte de su vida, Mérida siempre conservó su nacionalidad guatemalteca. Esa desprotección hizo que su obra fuera vulnerable a los caprichos de propietarios, dirigentes públicos y hasta presidentes de la República. En 1949 se mandó retirar unos mosaicos esmaltados que decoraban un edificio oficial porque a Miguel Alemán, entonces jefe de Estado, le parecieron extraños, según recoge Noelle.