Agentes transformadores reconciliados

“Mal que nos pese, el afecto, es la primera condición para humanizarse y hacerse corazón”.

En un tiempo en el que nos desbordan las simientes de odio y se disparan por doquier las señales de menosprecio hacia vidas humanas, hace falta propiciar eventos de diálogo y convivencia. En consecuencia, todos esos poderosos mundos de la economía y de las finanzas, de la ciencia y el arte, de la cultura y del deporte, han de compartir, más allá de meros conocimientos, sus buenas prácticas, que son las que germinan de nuestros interiores. Sin duda, tenemos que reinventar otras salidas más armónicas, que en conciencia nos fraternicen y nos hagan avanzar, pues aquellos que todo lo confían a la fuerza y a la violencia, generan un espíritu destructivo incapaz de construir nada. Por tanto, hemos de ser agentes transformadores antes de que las miserias humanas se apoderen de nuestro corazón y nos impidan conciliarnos con la luz, pues tras las historias de sufrimiento y amargura, uno es capaz de renacer de sus propias cenizas y comenzar un nuevo camino. No olvidemos que la vida es un constante proceso, un continuo verificarse en el tiempo; un nacer, morir, y un reinventarse cada día. Y al fin; uno quisiera vivir para crecer embellecido, no crecer para envenenarse a sí mismo.

Si acercar la ciencia o cualquier disciplina artística a la sociedad es fundamental para que los individuos adquieran conocimientos y puedan elegir sus opciones profesionales, también esa capacidad de transformación en nosotros internamente nace, precisamente, de esa autenticidad entre lo que hacemos y pensamos. Tengamos en cuenta que nada permanece igual y que todo es mejorable. Contemplando el actual contexto mundial, es menester comprometerse más pronto que tarde, en poner la verdad sobre nosotros, comenzando por limpiar el aire, como ha dicho el director general de la Organización Mundial de la Salud, para reducir en dos tercios las muertes por contaminación en el 2030, y concluyendo por activar la estima entre análogos, como transformación esencial de subsistencia. Mal que nos pese, el afecto, es la primera condición para humanizarse y hacerse corazón. Pensemos en aquella célebre cita del científico, filósofo y escritor Blaise Pascal (1623-1662), de que “el primer efecto del amor es inspirar un gran respeto; se siente veneración por quien se ama”. Justamente por ello, necesitamos de esa pasión natural del ser humano; la del amor, que todo lo considera y reverencia.

La cuestión no está en cruzarse de brazos o en militarizar las fronteras para disuadir a los migrantes, sino en ser mediadores de paz, a la hora de poner los talentos al servicio del bien común. Cuando se acrecienta el desconsuelo de los inocentes, y aún así, prolifera el cinismo del poder, hay que atajarlo como sea. Ojalá aprendiéramos a ser agentes transformadores que concilien y reconcilien las culturas con su hábitat, y que fuésemos la civilización del desarme, mediante la evolución y la revolución del verso y la palabra únicamente. Con razón se dice que una expresión ya sea hablada, mímica, o escrita, molesta en ocasiones más que un puñal. Sea como fuere, el verdadero humanismo está en transformar las ideas en hechos, y lo que hay que derribar son las barreras inhumanas que nos aprisionan, haciendo de los deseos realidad. Por desgracia el mundo está inundado de armas y muchos países siguen afectados de algún modo por las minas terrestres. Existen unas 15 mil 395 ojivas nucleares en el mundo, suficientes para destruirnos muchas veces y echar abajo la mayor parte de la vida en la Tierra. Sabemos, en suma, que las armas de cualquier tipo son instrumentos para matar; y, en lugar de dejar de fabricarlas, continuamos activando el comercio. ¡Qué desolación!.

 Ya está bien de tantas falsedades y egoísmos esparcidos, que lo único que hacen es empañarnos la vida con estúpidos abecedarios insensibles, incapaces de conjugarlos con la mano tendida, que es lo que verdaderamente necesitamos para abrazarnos como humanidad. Desde luego, y en vista de lo cual, urge despojarse de esa codicia individualista, inútil y absurda, pues sólo así podremos alentarnos hacia ese otro horizonte más sereno y seguro. Ciertamente, el cambio ha de ser profundo, en un mundo sembrado de injusticias, desigualdades y guerras como jamás. A mi juicio, los agentes transformadores han de ir más allá de ese vociferado derecho al desarrollo, que todo ser vivo lleva inherente a su vida, máxime en una época marcada por el vasto fenómeno de la globalización. Creo, por consiguiente, que se ha de reencontrar ese líder mundial, esa autoridad indispensable para hacer creíbles y penetrantes sus iniciativas; esa voz aglutinadora capaz de sensibilizar los ánimos hacia la justicia, alentando a todos a trabajar por una humanidad más de servicio unos de otros, y no de tanto poder unos sobre otros; más libre y fraterna, y no atada al mercadeo de los negocios mundanos. El “tanto tienes, tanto vales” del refranero realista, tampoco nos dignifica. Florezca, entonces, el espíritu desprendido y transparente; veremos con placidez su manantial, que la solidaridad nos hermana y la evidencia nos da sosiego.