El año en que la terapia génica llegó al mercado

El año que termina ha sido, de nuevo, testigo de una revolución que ya dura más de tres décadas. El sueño de modificar nuestro genoma para combatir enfermedades comenzó a concretarse en 1990. Entonces, dos niñas fueron tratadas en EE UU de una deficiencia de producción de una enzima causada por una enfermedad genética que las dejaba indefensas ante las infecciones. Los médicos les extrajeron glóbulos blancos, los modificaron para insertarles los genes necesarios para reparar la deficiencia y se los volvieron a inyectar. Las dos niñas son hoy mujeres que llevan una vida normal, pero no es posible determinar si fue aquella terapia génica lo que les salvó, porque todas las semanas reciben una inyección con la enzima adenosín deaminasa para paliar su falta.

Desde aquellos primeros intentos, las terapias génicas han avanzado con lentitud, sobre todo si se compara lo conseguido con algunos anuncios demasiado optimistas. Sin embargo, parece que  la promesa comienza a cumplirse por fin. La primera terapia génica de uso comercial en EE UU se aprobó en agosto, después de demostrar su capacidad para tratar leucemias de mal pronóstico. El mecanismo no era muy diferente del empleado en 1990. Se trataba de extraer los linfocitos del paciente, llevarlos a un laboratorio, modificarlos genéticamente para que sean capaces de atacar a las células de cáncer y volver a inyectárselos al enfermo. Para lograrlo, se utilizaban virus del sida mutilados que utilizan la capacidad de este microorganismo para secuestrar las células humanas y ponerlas a su servicio, en este caso, para insertar los cambios genéticos que permiten a los linfocitos combatir la leucemia.

Este año han seguido apareciendo aplicaciones del CRISPR, la última gran herramienta para editar genes. En agosto, se publicó en la revista Nature un trabajo internacional en el que se explicaba cómo se había conseguido eliminar una enfermedad hereditaria en embriones humanos por primera vez. Esta técnica tiene una utilidad práctica discutible, porque muchas de estas enfermedades hereditarias se podrían evitar realizando un diagnóstico antes de implantar los embriones para eliminar los defectuosos. Sin embargo, muestra las posibilidades de esta tecnología para convertir a los humanos en dueños biológicos de su destino. Los cambios introducidos en los embriones, o en óvulos y espermatozoides, a través de CRISPR, se transmitirían para siempre de generación en generación.

Con este potencial, se puede pensar en la posibilidad de crear humanos mejorados, más inteligentes, fuertes o bellos. De momento, no obstante, esa aspiración parece lejana y algunos científicos, entre las que se encuentran dos de las creadoras del CRISPR, la consideran incluso indeseable. En una entrevista con Materia, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier afirmaban estar preocupadas por los usos inapropiados de la técnica, entre los que incluían la manipulación para mejorar a los humanos.

“Afortunadamente no tenemos tanto conocimiento aún sobre el genoma como para plantearnos cambiarlo con ese tipo de objetivos”, decía entonces Doudna, que pedía “un consenso global sobre lo que debemos hacer y lo que no y estar vigilantes para que prácticas inadecuadas no acaben antes de tiempo con la reputación de una tecnología que puede ser importantísima en el tratamiento de todo tipo de enfermedades”.

Los ensayos clínicos en humanos con el CRISPR como protagonista comenzaron en 2016. En octubre de ese año, en el Hospital de China Occidental en Chengdu, se empezó a aplicar una terapia en la que se extraían glóbulos blancos de la sangre de pacientes con cáncer de pulmón para editar su genoma con CRISPR y desactivar el gen PD-1. Este tipo de tratamiento debería permitir que las células del sistema inmune ataquen mejor a las tumorales.

Esta prueba debería finalizar en 2018 y ya existen varios ensayos similares más en China para tratar otros tipos de cáncer. En EEUU y Europa, CRISPR Therapeutics, la compañía de Emmanuelle Charpentier, también planea comenzar ensayos en 2018 para tratar enfermedades como la beta talasemia, un tipo de anemia hereditaria, o la anemia falciforme, que también se transmite de padres a hijos.