Damnificados del temblor de 1985 aún no reciben casa

A Liliana un temblor le tomó la casa. Tenía seis años y dormía cuando aquel jueves 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, se estremeció la tierra de la Ciudad de México y la dejó con lo que traía encima. Su abuela la sacó cargando de la habitación y le salvó la vida.

Tres días después de ver cómo se balanceaba el edificio desde afuera, donde los vecinos construyeron unas chozas improvisadas, llegó el personal de la delegación a notificarles que ya les habían encontrado un lugar para reubicarlos provisionalmente.

A la casa de la colonia Martín Carrera no pudieron volver; no se cayó pero poner un pie en ella implicaba partirse por la mitad como el techo y la cama de donde Liliana no supo cómo salió.

El primer destino fue la Villa, un campamento que les alzaron frente a la Iglesia de la Luz, del que el gobierno la sacó seis años después con la promesa de construir ahí unos edificios para ella, su familia y los vecinos. Pero ni construcción, ni casa ni nada. Otra vez reubicación. Vino otra promesa: Colector 13.

No hubo de otra. Era eso o quedarse en la calle. «Todas las casas medían tres por cuatro y estaban hechas con lámina de cartón y polines. No teníamos baño propio, eran colectivos. Seis baños de damas y tres de caballeros para alrededor de 10 o 15 viviendas. Y tres regaderas individuales en las que se hacían colas todo el tiempo», recuerda Liliana Gabriela Ortiz como primera impresión de su «casa nueva» en 1991.

26 años ha pasado en Recolector 13, donde dice nada ha cambiado drásticamente excepto la ilusión. El predio sigue sin número en la calle, es dirección hecha de referencias: Esquina con Avenida Instituto Politécnico Nacional. Saliendo del Metro Lindavista. Frente al Hospital Regional 1º de octubre.

A su casa, que no mide más de 30 metros cuadrados, entra y sale pidiendo permiso su vecino Alfredo Villegas, quien además es su amigo y se encarga de llevar a cabo todos los trámites que tienen que ver con la regularización de servicios y peticiones de las más de 160 familias que habitan los mil 107 metros cuadrados que comprende el campamento.

Alfredo sintió el temblor de este 19 de septiembre como cuando era niño en 1985: en la calle. Tenía cinco años cuando una parte de su casa se cayó. A él y a sus hermanos los salvaron los vecinos. Vivió casi un mes más en la casa colapsada hasta que ésta de plano no aguantó y les dijeron que tenían que irse, que el gobierno ya les tenía un lugar dónde vivir. Llegó a Río Bamba, donde hoy está Parque Lindavista. Como cualquier otro niño, el cambio no le resultó importante más que por un asunto que no le convencía: compartir el baño. «Se me hacía raro salir al baño y tener que convivir con todos. Era complicado.

Me tocó ver más de una vez cómo se peleaban por usar los servicios. Pero está también la otra parte, te vuelves más tolerante y aprendes a convivir con los demás. Al final no queda de otra», dice mientras hace cuentas y resuelve que un año después de eso llegó a Colector 13, con mentiras, pues quedaron de construirles viviendas en Bambas, pero nunca vieron nada, hasta 1996, cuando al ver pasar máquinas para comenzar la construcción de Parque Lindavista se dieron cuenta del engaño.

En el 2002, con Joel Ortega, se firmó un convenio con la delegación Gustavo A. Madero para darles departamentos. Y en efecto, se compró el terreno, se construyeron departamentos pero, otra vez, en la lista que se encargó a un particular (la delegación no hizo censo) no aparecieron los nombres de todos los damnificados y a algunas familias se les cedió departamento a padres e hijos. Alfredo y otros vecinos denunciaron en tiempo y forma las anomalías pero no procedió.

Formalmente, en las cláusulas de los convenios firmados en ese 2002, a Alfredo ya no «le toca» reasignación de vivienda porque no se le cederán los derechos que tenía su mamá. Sin embargo, a otros les ha tocado cesión de casa por miembro de la familia, incluso cuando algunos no habían nacido en 1985, según Alfredo, su hermana Raquel, quien también llegó al campamento con 16 años y Liliana Ortiz, las características o condiciones para considerarte damnificado son un misterio.

Pero no tener privacidad en una casa de lámina y madera, soportar las altas y bajas temperaturas o cualquier inclemencia del tiempo son el menor de los males de quienes se han acostumbrado a las miradas y dedos que juzgan. A «Los Olvidados», como les dicen con mala intención otros habitantes de la colonia les pesan las etiquetas. ‘Delincuentes’, ‘aprovechados’, ‘vividores’ y ‘putas’ son algunos de los estigmas que cargan a cuestas para socializar y buscar trabajo.

«Desconfían de nosotros porque tenemos credencial de elector pero no comprobante de domicilio. Aquí pagamos gas y ya. Y sólo tres vecinos tienen línea telefónica y eso es el comprobante de domicilio que nos turnamos a la hora de pedir trabajo o querer comprobar de dónde somos. A la gente de afuera le es fácil pensar que nos gusta estar aquí padeciendo pero la realidad es otra. Si yo pudiera me iría. Pero no puedo con todo lo que eso implica. Y tampoco queremos regalado. Si de nosotros dependiera, gustosos pagaríamos servicios con tal de mejorar», dice Liliana. «No hacen ni nos dejan hacer», le remata Alfredo.

«Aquí estamos hace 31 años y aquí seguiremos. No pedimos regalado. En el 85 lo perdimos todo y a cambio sólo hemos recibido promesas sin cumplir», dice pausadamente Raquel, hermana de Alfredo que trabaja a la entrada del campamento atendiendo unos baños públicos también improvisados. Ella llegó ya con siete hijos al campamento. No le quedó otra más que esperar a que cada elección llegaran pidiéndole el voto a cambio de la promesa de mejorar su casa o darle una.

No se acuerda de cuándo fue la última vez que una autoridad le preguntó algo sobre la reubicación a pesar de haber sufrido dos incendios, uno hace veinte o otro hace diez años, y una epidemia de hepatitis que los obligó a poner, en contra del Gobierno, piso de cemento.

Para Raquel, la esperanza no está en ella, sino en la vida de sus nietos, que nacieron en el campamento y que no conocen de otras cosas porque la vida es dura y a ellos les tocó lo peor.

— ¿Alguna vez ha pensado en irse? —¿Y a dónde?, contesta.