¿Qué tanto es tantito?

Vuelvo sobre el tema del imperio de la ley, de la vigencia del estado de derecho. Tenemos que insistir todos sobre este tema lo más a menudo posible. Es un imperativo para esta generación el convertir esta aspiración en una obsesión. Ya no lo podemos dejar a la deriva, ni permitir que las cosas evolucionen de acuerdo con inercias o tradiciones, por más pequeñas e intrascendentes que parezcan y por más arraigadas que estén entre nosotros.

No hace falta detallar más de lo que a diario hace la prensa, las manifestaciones de ilegalidad, impunidad, violencia y otras expresiones preocupantes, ya sea que provengan de la delincuencia organizada o de delitos del fuero común. Robo de combustible, fajos de dinero para campañas, asesinatos de choferes de Uber amenazados antes por narcomenudistas, ejecuciones públicas en varias latitudes, uso indebido de recursos públicos por funcionarios y políticos, colusión de delegados y otras autoridades con el crimen organizado y extorsiones por parte del mismo, mega fraudes en la venta de boletos de avión, robos de identidad, etc.

Y por otro lado -y no menos preocupante-, lo relacionado con la impartición de justicia en los diversos ámbitos del derecho o la incertidumbre con la que se hacen negocios, precisamente por lagunas legales, ya sea en cuanto a la tenencia de la tierra, los procesos de competencia o el tema de la propiedad industrial, por señalar solo algunos.

Una realidad que a cualquier ciudadano de buena voluntad alarma e indigna y contra la cual, ciertamente -debemos reconocerlo y alentarlo-, hay organizaciones ciudadanas comprometidas en el día con día. No solo preocupadas por ello, sino ocupadas en contribuir con algo, por pequeño que sea, para mejorar la situación.

Y en el ánimo de muchos de nosotros subyace una pregunta que nos hacemos constantemente ¿Seremos capaces de resolver esta severa problemática, que afecta a prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida? ¿Es parte ya de nuestra naturaleza el navegar entre la ilegalidad? ¿Podremos cambiar de verdad…de fondo?

Debo iniciar por insistir en algo que hace tiempo he sostenido: el mexicano es tan capaz de respetar las leyes y de observar las normas, como cualquier otro ciudadano del mundo, siempre y cuando impere la ley, y no exista ninguna posibilidad de negociar la ley y escapar a la sanción que corresponde a quien viola las normas. Y para quien lo dude, tres ejemplos, las fotomultas, el alcoholímetro y los parquímetros. Pocos, muy pocos automovilistas transitan a más de 80 km por hora, nuestros hijos ya usan mejor un taxi en una parranda y la gente es cuidadosa de poner monedas al parquímetro. Pero más ejemplificativo quizás, pues cubre muchos ámbitos de la vida cotidiana es el caso del mexicano que cruza la frontera y que, sabiendo que no podrá escapar al castigo, observa ejemplarmente la ley, como no lo hace en casa.

Ahora bien, en este orden de ideas, de un tiempo para acá me persigue la convicción de que algo que está haciendo mucho daño y que impide que avancemos decididamente hacia la vigencia del estado de derecho, es esa especie de tolerancia cotidiana a la ilegalidad, en la que muchos pasamos las horas y los días. Esas condenadas “tradiciones o costumbres” al margen de la ley que todos los días aceptamos animados, quizás, por esa preguntita tan perversa como justificante de ¿Qué tanto es tantito? con la que parecemos consolarnos o justificarnos, sin darnos cuenta de que, cada vez que admitimos alguna de ellas, sumamos fuerza a una corriente de menosprecio a la ley, como norma de convivencia en armonía. Y sin pensar, tal vez que, en el fondo, los delitos que más nos aquejan, son el resultado de tantos, pero tantos, tantitos.

En lo que va del año, estuve viviendo algunas temporadas en un pequeño departamento de 40 M2 en la colonia Roma Norte y ahí viví varios ejemplos que soportan lo que aquí reflexiono. Las personas que desde temprano acomodan en las calles huacales, bidones u otros objetos para apartar los lugares a los coches, a cambio de una gratificación, como si fueran los propietarios o concesionarios de esos espacios públicos. Y, claro, la gente que les da la propina. Y aquellos que se instalan a vender tamales o chilaquiles o lo que al lector se le ocurra, sin más permiso que el del inspector coludido. Y claro, los que les compramos.

Y quizás el caso más emblemático sea el de aquella pensión en la que un muchacho que me maneja dejó mi coche a pasar la noche, pues al día siguiente, en fin de semana, yo lo necesitaba. Solo me dijo, “Jefe ya está todo listo, 150 pesos por la noche, solo lo pide”. Cuando llegué al día siguiente por él, me encontré con que no eran 150, sino 250 y que, además, era un precio “especial” pues era al margen de la operación normal del negocio. O sea, una pequeña transa de los empleados. Obviamente reclamé pues no era el precio acordado, sin saber yo en qué condiciones lo había pactado el chofer. ¿Cómo cree, jefecito que le íbamos a dar ese precio? ¡No hombre, para nada! ¡Imagínese que el dueño nos descubre! ¡Dirá que hasta pa’ robar somos pendejos!

Me quedé, como suele decirse, de a cuatro. Molesto y con un movimiento de desaprobación, le pagué finalmente 200, seguro de que esa sería la última ocasión en que dejara ahí mi coche, ya que, de otra manera, seguro me lo rayarían. Y al reclamarle al chofer, me dijo: ¡Pues es que así era más baras, patrón! El incidente ahí quedó y fui parte activa de la ilegalidad. Quizás pensé ¿¡Que tanto es tantito!?