¡Nada como un presidente rehén!

A la vuelta y vuelta. Así nos traen nuestros políticos con tema de la segunda vuelta electoral, que no es otra cosa que una segunda ronda de votación entre los dos candidatos que obtengan mayor votación, cuando ninguno de los contendientes en una competencia electoral obtiene la mayoría de los votos emitidos o un cierto porcentaje previamente determinado. Igualmente aplica en el caso en que la diferencia entre el primer y segundo lugar no sea mayor a un monto establecido.
Quienes se pronuncian a favor de este sistema electoral, argumentan que quien obtiene en la segunda vuelta la mayoría absoluta de los votos tendría, en virtud de ello, una mayor legitimidad, contrario a lo que sucede en la actualidad en donde puede gobernar alguien que obtuvo más votos en contra que a su favor. Esta situación es cada día más común, ante la fragmentación del voto debida a la proliferación de partidos políticos participantes.
Se dice que esta “mayoría precaria” impide a los gobernantes tomar las decisiones que han propuesto en su plataforma política, debido a una debilidad originada en los pocos votos a su favor, obligándolo a pactar constantemente con los partidos opositores, como lo hiciera Enrique Peña Nieto para proponer e impulsar sus reformas estructurales a través de lo que se conoció como el Pacto por México.
Según quienes promueven esta medida, ante la segunda vuelta, los dos primeros lugares en la primera ronda, se ven obligados a ser incluyentes y generar acuerdos o compromisos desde antes de las elecciones, con el objeto de obtener su respaldo (y el de los simpatizantes de sus posibles aliados) con miras a la ronda electoral que será la definitiva.
Destacados estudiosos de la política han sostenido que una segunda vuelta favorece una mejor ponderación de las opciones para emitir el voto. En la primera ronda, nos dicen, el voto es más impulsivo o emocional y en la segunda, ya ante solo dos opciones, se puede evaluar y decidir mejor. Además, el hecho de que en la segunda vuelta se obtenga una mayoría, reduce las posibilidades de conflictos post electorales.
Sin embargo, hablando ya de algunas desventajas, se reconoce que, como sucedió recientemente entre Kuczinzki y Fujimori en el Perú, (en donde la diferencia final resultó de .24%) dicha ventaja mínima genera división y polarización. Así también, los gastos electorales, ya sumamente abultados en el caso de México, serían aún mayores, con las consecuencias presupuestales que ello conlleva.
Las autoridades electorales tendrían que gastar más en materiales, contratación de personal temporal, logística, instalaciones y demás, además de que surgirían inconvenientes prácticos como el tiempo que deberá transcurrir para resolver posibles impugnaciones (que se han vuelto el deporte político nacional) relacionadas con la primera vuelta, antes de proceder a la segunda.
No obstante, para la mayoría de los analistas políticos que han escrito sobre el tema en México, las ventajas parecieran más que las desventajas, lo que, a su parecer, aconsejaría su adopción. Mas allá de juicios particulares y puntos de vista subjetivos, es útil mencionar aquellos países que, sin ser desarrollados, mantienen esta modalidad, ya que me cuesta trabajo aceptar que tantos se hayan equivocado. Solo en nuestro continente tenemos a Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Nicaragua, Perú, República Dominicana y Uruguay,
Sin embargo, por ejemplo, en el caso del PRI, parece haberse adoptado ya la decisión de no apoyar esta modificación legislativa para el proceso del 2018, lo que, por lo menos a mí, a quien las circunstancias de la vida me han hecho un tanto mal pensado, me ha llevado a tomar en cuenta lo que recientemente me comentara un priísta a quien reconozco por su capacidad, congruencia y honestidad que, sin embargo, institucional como es, me ha tenido que hacer esta la reflexión “en cortito”.
Advierto antes de compartirla con mis lectores, que de ninguna manera pretendo insinuar malicia o perversidad por parte de los impolutos y bien intencionados legisladores (de todos los partidos) que manejan el congreso desde hace casi 18 años y que, en consecuencia, deciden discrecionalmente, a su mejor parecer, lo que puede pasar como reforma legislativa y lo que no. Son, quiérase o no, el verdadero poder tras el trono presidencial, el cual no creo que vayan a poner en riesgo.
Me ha dicho mi querido amigo: Mira Oscar, lo que yo creo es que a quienes ejercen el poder desde el congreso de ninguna manera les conviene un presidente fuerte, con la legitimidad que da la mayoría de los votos, que cuente con el compromiso de otras fuerzas políticas diferentes a la suya. Prefieren, a todas luces, un presidente rehén, que para hacer cualquier cosa dependa de ellos. Y son muchos, muy fuertes y acostumbrados a controlar desde sus curules y mediante acuerdos a la luz del día o en lo oscurito, la vida política del país.
Obviamente prefieren ser ellos los que negocien los acuerdos una vez que el presidente los necesite y no llegar a sentarse en su banca una vez que el presidente fuerte, que ganó con una mayoría de votos y que para lograrlo hubo de hacer acuerdos previos, haya sido investido. Dice mi querido compadre Heberto “¡el poder es para poder, compadrito, por eso se llama asi!” Y por ello, vale tanto y nadie que haya probado sus mieles, lo quiere dejar ir, agrego yo. Y menos aún, ciertos lobos de mar.