El documental en Netflix que retrata el oculto mundo del punk latino

Hace 46 años, la comunidad de Tenantongo en el Estado de México le abrió las puertas a más de 100 mil jóvenes que buscaban un lugar en el que, dentro del caos y la monotonía de las ciudades, pudieran expresarse sin ningún tipo de restricciones. El festival de Rock y Ruedas de Avándaro, llevado a cabo los días 11 y 12 de septiembre de 1971, no sólo fue un medio para que lo jóvenes dejaran atrás sus problemas a través de la música, el baile y los excesos; también fue el foro perfecto para que muchas bandas como Three Souls In My Mind, Los Dug Dug’s y El ritual se consagraran como unas de las agrupaciones legendarias del rock mexicano.

Digamos que, lo que dos años antes se había logrado en Estados Unidos con el mítico festival de Woodstock, se hizo en México, sin embargo, el beneficio para los músicos que participaron fue aún mayor. Mientras el evento de 1969 logró su impacto por haber juntado a los máximos exponentes del rock de la década de los sesenta; en Avándaro, la mayoría de las agrupaciones que se dieron cita para enloquecer a una multitud de adolescentes, encontraron la puerta de salida de los hoyos funky y las tocadas clandestinas que, dicho sea de paso, estaban totalmente prohibidas por el régimen de Luis Echeverría.

Entonces, es lógico pensar que la música es el símbolo por antonomasia de la resistencia. A falta de espacios dónde promocionar sus sonidos, las bandas crean foros clandestinos para expresarse sin ningún tipo de represión y ese es quizá el estado más puro de toda expresión sonora: el momento en el que la ilegalidad le permite mostrarse al mundo tal y como es, sin ningún tipo de adorno o etiqueta pretenciosa acuñada por los grandes sellos discográficos.

Para que nos demos apenas una idea de lo que es vivir en ese mundo, la directora Angela Boatwright produjo un brillante documental que, bajo el nombre de “Los Punks: We Are All We Have”, muestra apenas un pequeño fragmento de lo que significa vivir de noche en los patios traseros de algunas regiones en Los Angeles, donde la música punk es apenas un pretexto para que los jóvenes hispanos se reúnan sin miedo a nada.

La lente de Boatwright centra su atención en los testimonios de Nacho y Abril; ambos promotores de tocadas punk, las cuales, según lo que narran frente a las cámaras, lograron sacarlos del profundo hoyo de miseria y aislamiento en el que ser latinos en un país donde el racismo gobierna las calles, es apenas el menor de sus problemas.

Nacho comenzó su carrera como promotor de música punk buscando lugares para que su banda, Corrupted Punk, tuviera lugares donde les fuera posible presentarse sin que el público les abucheara por no comprender del todo su sonido. Hasta cierto punto, él fue el culpable de que la escena underground de la ciudad se levantara de entre las cenizas con tanta fuerza.

«Es una escena independiente económicamente. En las tocadas podías ver una camiseta de Bad Religion por aquí o una de Black Flag por allá, pero en su mayor parte, las personas llevan camisetas y parches de las bandas mismas de su escena. Se apoyan mutuamente. Todo regresa a la familia y a la comunidad».
Abril asegura que el punk, además de un medio de expresión, de alguna forma le regaló la familia que creía no tener. Las personas con las que esta estudiante de noveno grado se ha encontrado, le han permitido crearse una personalidad de acero que se refleja en su mirada y la seguridad con la que comparte golpes y empujones en el mosh pit.

«Nada me asusta realmente, yo puedo cuidar de mí misma».

Ambientado con la música de bandas independientes como Crusty Drunks, Age of Fear y Plasure (cuyo performance incluye a su guitarrista principal desnudo con un taparrabo de cinta adhesiva), el trabajo de Angela Boatwright nos muestra que el punk está muy lejos de ver su muerte, sobre todo cuando sigan existiendo razones para levantar el puño y revelarse en contra de un sistema que no nos permite ser auténticos.