¿Será también la hora senil de nuestra democracia?

Vuelvo a la carga con el tema del Populismo. Sé que lo he tratado ya varias veces y que seguramente mis lectores ya están un poco fastidiados con el término y con la cantidad de veces que se lo encuentran en los textos que leen. Pero me veo obligado a hablar de ello y de advertir sobre los peligros que encierra este fantasma que recorre el mundo, principalmente porque siento que día con día se perfecciona el caldo de cultivo para que los mexicanos lo pudiéramos padecer.
En el espectro de temas que merecen cotidianamente mi atención, por lo que puedan significar para nuestro querido país o incluso para otros pueblos con quienes mantenemos una importante relación, se encuentra el del populismo, esa “enfermedad senil de las democracias” como genialmente la llama Bernard-Henri Levy, filósofo francés, en una columna que, traducida por José Luis Sánchez Silva, publicó recientemente el diario El País.
Enfermedad que parece obedecer al hartazgo o desencanto de sociedades que no han encontrado en la democracia aquello que creyeron y ahora buscan en estas mesiánicas propuestas un camino más promisorio, entregándose incondicionalmente a redentores que los habrán de librar de aquellos enemigos culpables de todo lo que les sucede. Portadores de un discurso encendido, estos carismáticos líderes proponen no solo el rechazo, sino incluso la hoguera misma para aquellos “enemigos del pueblo”, sean los ricos, los extranjeros, los inmigrantes o los empresarios o hasta los mismos medios de comunicación.
Desencanto que ha llevado a sociedades como la norteamericana a elegir a Donald Trump como su presidente o que logró hacer que los británicos votaran por el Brexit, en un aparente abandono de la idea de una sola Europa, unida. Hartazgo que en su momento llevo a Hugo Chávez al poder o que amenaza con encumbrar a los Le Pen en Francia.
Son varias las columnas que he leído recientemente relacionadas con este tema, cuyos links incluyo al final de esta colaboración por si es del interés de mis leyentes, pero me permito recomendar especialmente la de este lunes pasado de Jesús Silva Herzog Márquez y la del citado Bernard-Henri Levy, cuya lectura completa, por cierto, no tiene desperdicio.
Creo que ayuda a entender el tema y refuerza las ideas que anteceden lo que bien dice Jesús Silva Herzog M. “Si el cuento populista seduce y la receta populista atrae en los países más ricos y en los más pobres es porque su denuncia está cargada de sentido. El populismo es el síntoma de la severa enfermedad de las democracias contemporáneas”.
Y he retomado estas palabras, pues creo que ha llegado la hora de dejar en paz al petate del muerto y más bien pensar entre todos, si existe la forma de “vacunarnos” contra este mal, aparentemente endémico. Para lograrlo, me parece fundamental lo que Silva Herzog señala en las palabras que preceden a las que cito en el párrafo anterior: “El reto del populismo debe llevarnos a la autocrítica y no a la guerra santa. No debe contestarse la demagogia populista con el autoengaño liberal”.
Esto en pocas palabras sugiere una revisión profunda acerca de aquello que nos ha llevado a la situación de hartazgo y desencanto que pareciera llenar el ambiente, un ejercicio sincero de “mea culpa” que proponga dejar a un lado aquellas prácticas que la sociedad ya no está dispuesta a tolerar. Un replanteamiento que empodere al ciudadano y a las organizaciones en las que dicha ciudadanía cree, con la participación de los medios en los que confía, para obligar al poder público a la rendición de cuentas y a la transparencia total de los asuntos públicos. Se trata de que anticiparnos y quitar banderas a quienes buscan el camino populista, pero no inventando enemigos imaginarios, sino reconociéndolos en los errores y omisiones de los actores políticos.
Son precisamente esos actores políticos, los que contenderán en el 2018, buscando derrotar a las posibles propuestas populistas, quienes están obligados a estructurar una oferta política que reconozca todo aquello que los ciudadanos rechazan y proponga formas realistas y eficaces de terminar con ello de una vez por todas. La corrupción, sin duda, deberá ocupar el primer lugar, pero no deberá dejarse a un lado una propuesta que abone seria y definitivamente en la lucha contra la pobreza y la desigualdad.
Tenemos una joven democracia que, lamentablemente y de manera precoz, está en riesgo de padecer esa enfermedad senil. Pero para evitarlo, no bastará hacer sonar la señal de alarma, sino proceder a actuar con decisión inoculándonos con propuestas más creíbles que las de los demócratas en los EUA o de los británicos simpatizantes de la idea de aquella sola Europa.
De no hacerlo así, no nos sorprenda la presencia entre nosotros de ese populismo de que tanto se habla y de sus prácticas manipuladoras, de una perversidad política que llega a ser fascinante. No nos sorprenda encontrar en el patio de nuestra casa eso que Bernard-Henri Levy describe con tanto ingenio al inicio de la citada columna:
“Según el populismo (primer teorema), el pueblo sabe lo que quiere. Y, cuando quiere algo (segundo teorema), siempre tiene razón. Falta (postulado) que realmente sea él quien lo quiere. Falta también (corolario) que nada obstaculice esa legítima pretensión”.