La escritora ‘misteriosa’ Elena Ferrante y ‘Las deudas del cuerpo’

CIUDAD DE MÉXICO.-¿Quién diablos es Elena Ferrante? Es la pregunta más común en el mundo literario.

Después de varias investigaciones, Claudio Gatti, reportero de Il Sole 24 Ore, reveló que una traductora al servicio de la editorial Edizione e/o, misma casa que ha publicado las súper populares obras de Ferrante, es la verdadera autora de las novelas que componen la saga Dos amigas, mejor conocido como el Cuarteto Napolitano, de 2011 a 2014.

La escritora está de regreso con la obra titulada Las deudas del cuerpo, que es la continuación de la saga napolitana.

En exclusiva, para ti y gracias a la editorial Penguin Random House, te compartimos algunas líneas de este nuevo trabajo. Disfrútalo:

El horror que sentía mi familia ante la idea de una unión exclusivamente por lo civil sin duda no se borró aquella noche, pero se atenuó. Al día siguiente, mi madre me trató como si cuanto tocaba —la cafetera, la taza con la leche, el azucarero, la hogaza de pan— estuviesen allí solo para que ella cayera en la tentación de lanzármelas a la cara. Con todo no se puso a gritar otra vez.

En cuanto a mí, no le hice ni caso, salí bien temprano, fui a iniciar los trámites para la instalación del teléfono. Concluido el recado pasé por Port’Alba, recorrí las librerías. Estaba decidida a conseguir en poco tiempo expresarme sin timidez cada vez que se me presentaran situaciones como la de Milán.

Elegí libros y revistas intuitivamente, gasté bastante dinero. Después de mucho dudarlo, sugestionada por aquella frase de Nino que con frecuencia me volvía a la cabeza, terminé por comprarme los Tres ensayos sobre teoría sexual —no sabía casi nada de Freud, y lo poco que sabía me incomodaba—, así como un par de obritas dedicadas al sexo.

Pensaba hacer como en el pasado con las asignaturas de la escuela, los exámenes, la tesis, como había hecho con los diarios que me pasaba la Galiani o con los textos marxistas que unos años antes me había pasado Franco.

Quería estudiar el mundo contemporáneo. Resulta difícil precisar qué llevaba almacenado ya por entonces. Estaban las discusiones con Pasquale, y también con Nino. Estaba la atención prestada a Cuba y a América Latina. Estaban la miseria incurable del barrio, la batalla perdida de Lila. Estaba la escuela que rechazó a mis hermanos simplemente porque habían sido menos tozudos que yo, menos inclinados al sacrificio. Estaban las largas conversaciones con Franco y las ocasionales con Mariarosa, confusas dentro de una única hilacha nebulosa («el mundo es profundamente injusto y hay que cambiarlo, pero la coexistencia pacífica entre el imperialismo norteamericano y las burocracias estalinistas, así como las políticas reformistas de los partidos obreros europeos y, en especial, los italianos, apuntan a mantener al proletariado en un compás de espera dependiente que echa agua al fuego de la revolución, con la consecuencia de que si gana el estancamiento mundial, si gana la socialdemocracia, en el curso de los siglos el capitalismo acabará triunfando y la clase obrera será víctima de la coacción del consumo»).

Estos estímulos habían hecho efecto, seguramente bullían en mi interior desde hacía tiempo, por momentos me emocionaban. Pero creo que lo que me impulsó a ponerme al día a marchas forzadas, al menos al principio, fue la antigua urgencia de salir bien parada. Desde hacía tiempo estaba convencida de que podemos educarnos en todo, incluso en la pasión política.

Mientras pagaba, de reojo vi mi novela en una estantería, y miré enseguida para otro lado. Cada vez que veía el libro en algún escaparate, entre otras novelas de reciente publicación, sentía en mi interior una mezcla de orgullo y miedo, un pellizco de placer que acababa en angustia.

Claro, el relato había nacido por casualidad, en veinte días, sin compromiso, como un sedante contra la depresión. Además, sabía bien qué era la gran literatura, había trabajado a fondo los clásicos, y mientras escribía jamás se me había pasado por la cabeza que estuviese haciendo algo de valor. Pero el esfuerzo de dar con una forma me había comprometido. Y el compromiso se había convertido en ese libro, un objeto que me contenía.

Ahora yo estaba allí, expuesta, y verme me producía violen tas palpitaciones en el pecho. Sentía que no solo en mi libro, sino en general en las novelas, había algo que me inquietaba, un corazón desnudo y palpitante, el mismo que se me había salido del pecho en el instante lejano en que Lila había propuesto que escribiésemos juntas un cuento.

Me había tocado a mí hacerlo en serio. Pero ¿era eso lo que quería? ¿Escribir, escribir no por casualidad, escribir mejor que como lo había hecho? ¿Y estudiar los relatos del pasado y el presente para comprender cómo funcionaban, y aprender, aprenderlo todo sobre el mundo con el único propósito de construir corazones muy vivos, que nadie habría puesto a punto mejor que yo, ni siquiera Lila si hubiese tenido ocasión?

Salí de la librería, me detuve en la piazza Cavour. Hacía un día estupendo, la via Foria parecía inusualmente limpia y sólida pese a las barbacanas que apuntalaban la Galería. Me impuse la disciplina de siempre. Saqué un cuadernito que había comprado hacía poco, quería empezar a hacer como los escritores de verdad, apuntar pensamientos, observaciones, datos útiles.

Leí L’Unità de arriba abajo, anoté lo que no sabía. En Il Ponte encontré el artículo del padre de Pietro, lo hojeé con curiosidad pero no me pareció tan importante como Nino había sostenido, al contrario, me causó una desagradable impresión al menos por dos motivos: en primer lugar, Guido Airota empleaba de forma aún más rígida el mismo lenguaje académico que el hombre de las gafas gruesas; en segundo lugar, en un pasaje en el que hablaba de las estudiantes («es una multitud nueva —escribía—, pertenecen a todas luces a un ambiente no acomodado, señoritingas con ropas modestas y de modesta educación que de la desmesurada fatiga de los estudios pretenden justamente un futuro hecho no solo de ritualidad doméstica»), me pareció ver una alusión a mí, voluntaria o del todo irreflexiva.

Lo apunté también en mi cuaderno («¿qué soy yo para los Airota, la joya de la corona de su amplitud de miras?») y no precisamente de buen humor, de hecho, me aburría y empecé a hojear el Corriere della Sera. Recuerdo que el aire estaba tibio, conservo, ya sea inventado o real, un recuerdo olfativo, mezcla de papel impreso y pizza frita. Leí los titulares página a página hasta que me quedé sin aliento. Intercalada entre cuatro densas columnas de plomo estaba mi foto.

En el fondo se veía un escorzo del barrio, el túnel. El titular decía: «Memorias picantes de una muchacha ambiciosa. Primera novela de Elena Greco». Firmaba el artículo el hombre de las gafas gruesas.

 

Mientras leía me cubrí de un sudor frío, tuve la sensación de estar a punto de desmayarme. Mi libro era tratado como una ocasión para confirmar que en los últimos diez años, en todos los sectores de la vida productiva, social y cultural, desde las fábricas, a las oficinas, la universidad, el mundo editorial, el cine, el mundo entero se había desmoronado por la presión de una juventud consentida y falta de valores. De vez en cuando se citaba alguna frase mía entrecomillada para demostrar que yo era un exponente adecuado de mi generación malcriada.

Hacia el final me definía como «una muchachita empeñada en ocultar su falta de talento tras unas paginitas excitantes de mediocre trivialidad». Me eché a llorar. Era lo más duro que había leído desde la publicación del libro, y no en un periódico de escasa tirada, sino en el diario de mayor difusión de Italia. Lo que me pareció más intolerable era la imagen de mi cara sonriente en medio de un texto tan ofensivo. Regresé a casa andando, no sin antes haberme desprendido del Corriere.

Temía que mi madre leyera la reseña y la utilizara en mi contra. Imaginé que querría incluirla también en su álbum para echármela en cara cada vez que le diera disgustos. Encontré la mesa puesta solo para mí. Mi padre estaba trabajando, mi madre había ido a pedir no sé qué a una vecina y mis hermanos ya habían comido.

Me tragué la pasta con patatas releyendo frases sueltas de mi libro. Pensaba con desesperación: quizá sea cierto que no vale nada, quizá me lo publicaron por hacerle un favor a Adele. ¿Cómo había podido concebir frases tan flojas, consideraciones tan banales? Y qué desaliño, cuántas comas inútiles, no escribiré más.

Seguí allí, deprimida entre el disgusto por la comida y el disgusto por el libro, cuando llegó Elisa con una notita. Se la había dado la señora Spagnuolo a cuyo número de teléfono, y gracias a su amabilidad, podía recurrir quien me buscara para llamadas urgentes. La notita decía que había recibido tres llamadas, una de Gina Medotti, encargada de la oficina de prensa de la editorial, una de Adele y una de Pietro.

Los tres nombres, escritos con la caligrafía premiosa de la señora Spagnuolo, tuvieron el efecto de darle cuerpo a un pensamiento que hasta minutos antes se había quedado en el fondo.

Las palabras desagradables del hombre de las gafas gruesas se estaban difundiendo con rapidez, a lo largo del día llegarían a todas partes. Ya las habían leído Pietro, su familia, los directivos de la editorial. Quizá también le habían llegado a Nino. Quizá mis profesores de Pisa las tenían ante sus ojos. Seguramente habían llamado la atención de la Galiani y sus hijos. Y quién sabe, quizá también las había leído Lila.

Me eché a llorar otra vez, asustando a Elisa.

—¿Qué te pasa, Lenù?

—No me siento bien.

—¿Te hago una manzanilla?

—Sí.

No hubo tiempo. Llamaron a la puerta, era Rosa Spagnuolo. Alegre, un poco jadeante tras haber subido las escaleras corriendo, dijo que mi novio preguntaba otra vez por mí, estaba al teléfono, qué bonita voz, qué bonito acento del norte. Corrí a contestar disculpándome mil veces por la molestia. Pietro intentó consolarme, dijo que su madre me recomendaba que no me disgustase, lo esencial era que se hablara del libro. Pero yo, sorprendiendo a la señora Spagnuolo que me conocía como una muchacha dócil, casi le grité: Qué me importa que se hable si se habla mal.

Él me recomendó de nuevo que me calmara y añadió: Mañana saldrá un artículo en L’Unità. Puse fin a la llamada gélidamente, dije: Sería mejor que nadie se ocupara más de mí. No pegué ojo en toda la noche.

Por la mañana no supe resistirme y fui corriendo a comprar L’Unità. Lo hojeé deprisa, delante del quiosco, a un paso de la escuela primaria. Me encontré otra vez con mi foto, la misma que la del Corriere, en esta ocasión arriba en el centro del artículo, al lado del titular: «Jóvenes rebeldes y viejos reaccionarios. A propósito del libro de Elena Greco». No había oído nunca el nombre del firmante del artículo, pero estaba claro que era alguien que escribía bien, sus palabras actuaron como un bálsamo.

Elogiaba mi novela sin medias tintas y denigraba al prestigioso profesor de las gafas gruesas. Volví a casa fortalecida, puede incluso que de buen humor. Hojeé mi libro y esta vez me pareció bien organizado, escrito con pericia. Mi madre dijo hosca: ¿Has ganado el gordo de la lotería? Dejé el diario encima de la mesa de la cocina sin decirle nada.

Hacia el final de la tarde reapareció la Spagnuolo, otra llamada para mí. Ante mi incomodidad, mis excusas, dijo sentirse muy feliz de poder serle útil a una muchacha como yo, me cubrió de elogios.

Gigliola ha tenido suerte, suspiró cuando bajábamos las escaleras, su padre se la llevó a trabajar a la pastelería de los Solara cuando tenía trece años, y menos mal que se ha comprometido con Michele que si no, se habría pasado la vida deslomándose. Abrió la puerta de su casa, me precedió por el pasillo hasta el teléfono colgado de la pared. Noté que había puesto una silla expresamente para que estuviera cómoda; cuánta deferencia hacia quien había estudiado, estudiar se consideraba un truco de los chicos más listos para eludir fatigas.

¿Cómo hago para explicarle a esta mujer, pensé, que soy esclava de las letras y los números desde los seis años, que mi humor depende del éxito de sus combinaciones, que esta alegría de haberlo hecho bien es rara, inestable, que dura una hora, una tarde, una noche?

—¿Lo has leído? —me preguntó Adele.

—Sí. —¿Estás contenta?

—Sí.

— Entonces te doy otra buena noticia. El libro empieza a venderse, si sigue así, lo reimprimimos.

—¿Qué significa eso?

—Significa que nuestro amigo del Corriere creyó que nos destruiría pero nos ha hecho un favor. Adiós, Elena, disfruta del éxito.