Cuando Trump mate al elefante

Uno de los textos menos conocidos de George Orwell se llama “Matar un elefante”. Es una alegoría sobre el uso del poder cuando la oferta de hacerlo se convierte en una necesidad inaplazable de cuya satisfacción depende la legitimidad del hombre en quien se ha confiado. Es una historia breve, transcurrida en Birmania durante la dominación inglesa.
Los nativos denuncian ante la autoridad colonial a un elefante domesticado, súbitamente enloquecido, y le exigen acabar con el peligro. Y lo hace, pero cuando mata al animal, éste ya estaba quieto y tranquilo. El riesgo era quedar mal en el ejercicio del poder. Citaré después dos parrafadas de la historia original.
Valgan sólo para poner un ejemplo para cuando —temprano, no muy tarde— Donald Trump se vea exigido por los fanáticos a quienes despertó de su sueño racista y silencioso, y le exijan actuar con la contundencia de sus promesas de campaña. Su aparente moderación actual se verá rebasada por las expectativas.
Éste es el texto de Orwell:
“A primera hora de la mañana, el subinspector de una comisaría del otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un elefante estaba arrasando el bazar.
“¿Sería tan amable de acudir y hacer algo al respecto?
“No sabía qué podía hacer yo, pero quería ver lo que ocurría, así que me monté en un poni y me puse en marcha. Me llevé el rifle, un viejo Winchester del 44 demasiado pequeño para matar un elefante, pero pensé que el ruido me sería útil para asustarlo.
“Varios birmanos me detuvieron por el camino y me contaron las andanzas del animal. Por supuesto, no se trataba de un elefante salvaje, sino de uno domesticado con un ataque de «furia». Lo habían encadenado, como hacen siempre que un elefante domesticado va a tener un ataque de «furia», pero la noche anterior había roto las cadenas y se había escapado.
“Su mahaut (cornaca o cuidador), la única persona que sabía cómo tratarlo cuando estaba en aquel estado, había salido en su busca, pero había errado el camino y se encontraba a doce horas de viaje. Por la mañana, el elefante había irrumpido de pronto en la ciudad. La población birmana no tenía armas y se veía bastante indefensa ante el animal.
“En cuanto vi el elefante tuve la absoluta certeza de que no debía matarlo. Matar un elefante útil para el trabajo es algo serio —es comparable a destruir una máquina enorme y cara— y claro está que no debe hacerse si hay forma de evitarlo.
“Además, a aquella distancia, comiendo apaciblemente, el elefante no parecía más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y pienso ahora, que el ataque de «furia» ya se le estaba pasando, en cuyo caso se limitaría a vagar de forma inofensiva hasta que regresara el mahaut y lo capturara. Es más, no tenía la menor intención de dispararle. Decidí que lo observaría durante un rato para asegurarme de que no volvía a enloquecer y luego me iría a casa.
“Sin embargo, en aquel momento miré alrededor, a la multitud que me había seguido. Era un grupo numeroso, de al menos unas dos mil personas, y crecía a cada minuto. Bloqueaba un largo tramo del camino en ambas direcciones.
“Contemplé ese mar de rostros amarillos sobre los ropajes chillones; semblantes felices y exaltados por ese instante de diversión, convencidos de que iba a matar el elefante. Me miraban como habrían mirado a un prestidigitador a punto de realizar un truco.
“Yo no les gustaba, pero con el rifle mágico entre las manos valía la pena mirarme por un momento. Y de repente me di cuenta de que al final tendría que matarlo. La gente esperaba que lo hiciera y debía hacerlo; sentí sus dos mil voluntades empujándome a actuar, de modo irresistible.
“Y fue en ese instante, estando ahí con el rifle en las manos, cuando comprendí por primera vez la vacuidad, la futilidad del dominio del hombre blanco en Oriente. Ahí estaba yo, el hombre blanco con su rifle, ante la multitud nativa desarmada, el presunto protagonista de la obra; pero, en realidad, no era más que una absurda marioneta manipulada por la voluntad de aquellos rostros amarillos que tenía detrás.
“Entendí en ese momento que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad la que destruye. Se convierte en una especie de monigote hueco y afectado, la figura estereotipada de un sahib. Porque es condición de su gobierno pasar la vida intentando impresionar a los «nativos»…”
Y pues sí, el elefante es el emblema del Partido Republicano.