¿La paz a cualquier precio?

Del gozo al pozo, reza el dicho popular. Y eso mismo parecieran decir las fotografías que publicaron algunos diarios en el mundo, relacionadas con el resultado del plebiscito en el que ganó la oposición a un acuerdo entre el gobierno colombiano y las FARC. Por un lado, se aprecia el júbilo de aquellos que se opusieron a la firma de dicho acuerdo, el cual parecía iniciar una nueva época de conciliación y concordia en aquella nación, víctima del flagelo de una guerra intestina que dejó seis millones de víctimas. Y por el otro vemos las lágrimas de quienes se empeñaron en lograrlo y que deseaban la ratificación popular del mismo a través de dicho referéndum.
Peculiar guerra de guerrillas ésta, en la que se vieron involucrados, al paso de los años, lo mismo el crimen organizado, en especial los productores y comercializadores de droga, que los movimientos subversivos y la delincuencia común. Altos costos se pagaron por cientos de miles de familias destruidas y la suplantación del estado de derecho por lo que fue, literalmente, la ley de la selva. Una parte importante del territorio colombiano gobernado por paramilitares al margen del régimen constitucional.
Después de cinco décadas de este conflicto armado, con secuestros, comercio de rehenes, asesinatos y terrorismo involucrados, en 2012, el gobierno colombiano -en un viraje importante respecto a la línea de sus antecesores-, y las FARC acordaron mantener negociaciones de forma estable y producir una serie de compromisos en aras de alcanzar la paz soñada por todo el pueblo colombiano. El 26 de septiembre pasado, el Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Rodrigo Londoño, firmaron el Acuerdo de Paz, ante el testimonio de jefes de estado ahí presentes, entre los que se contaba el presidente de México.
El acuerdo se basa en 15 principios que se podrían resumir en la idea de que una solución puramente militar para el conflicto es la vía más dolorosa. Por ello se consideró necesario adoptar una solución política basada en la participación del Estado y las FARC. Solución política que pasaría también por un consenso ciudadano para reinsertar a los combatientes en la sociedad y evitar nuevos conflictos.
A pesar de que el cese al fuego es un compromiso, la materialización del contenido del “Acuerdo de Paz” fue sometida a votación del pueblo en un plebiscito que se llevó a cabo el domingo pasado. Para sorpresa de muchos, por un pequeño margen y con la abstención del 60% del padrón electoral, dicho acuerdo fue rechazado por la población, quien dijo NO al acuerdo de paz. Dicho resultado me provoca algunas reflexiones importantes.
La primera, consistente en volver a observar un fenómeno que me parece empieza a ser característico en todo el mundo: las sociedades divididas, polarizadas. Pequeños márgenes de diferencia que inclinan la balanza hacia algún lado en temas de gran trascendencia, lo mismo para decidir la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, que para elegir representantes populares incapaces de formar gobierno en España o para elegir al próximo presidente de los EEUU. O ahora, esta misma semana, para rechazar el acuerdo de paz en Colombia. El tema no es menor, pues resulta difícil imaginar la vida armoniosa en comunidad, cuando la mitad de la gente se encuentra descontenta por lo decidido por la otra mitad y unos cuantos más.
Otro tema que merece ser considerado se refiera a la forma en que una buena parte de la población en Colombia ve esta vía como una verdadera e injusta amnistía que legaliza la impunidad y que pasa por encima de los derechos de miles de víctimas y sus familias, para quienes no ha habido ni siquiera reparación del daño sufrido. Un precedente lamentable, dicen, en cuanto a la vigencia del estado de derecho. Esa fue la posición mantenida por el mismo ex presidente Álvaro Uribe, quien ha encabezado esta campaña por el NO.
En cuanto a la esencia de los acuerdos, estos proponen una Reforma Rural Integral que busca distribuir tierra a los campesinos, mediante un Fondo de Tierras. Estos repartos estarán complementados con apoyo para riego, crédito y comercialización. Asimismo, se plantea una segunda política de desarrollo social y alimentaria para el campo que, entre otras cosas, reoriente la producción hacia cultivos lícitos.He aquí la explicación a la oposición de una elite agrícola en Colombia y los temores de otros en cuanto a un velado cambio de modelo económico.
Otros apartados del acuerdo disponen la introducción de las FARC en el sistema político para romper el “vínculo entre política y armas”.
Las FARC se integrarían como un partido político nuevo con 5 curules en las dos cámaras del Congreso colombiano por dos periodos legislativos. Igualmente, se comprometen las FARC a deponer las armas, de manera que, en un periodo de 180 días, la ONU reciba el armamento de las FARC y la información militar que posee.
Tras el abandono del arsenal en su poder, las FARC se reubicarían en 22 “zonas transitorias de normalización” para desmantelar vínculos criminales e iniciar el proceso de reintegración.
Otro punto del acuerdo consiste en atender a las victimas mediante un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No repetición. Este sistema está encaminado a generar certidumbre jurídica y conciliación entre las víctimas.
También se busca establecer la situación jurídica de las personas desaparecidas. Por otra parte, se plantea una jurisdicción especial para la Paz para definir delitos indultables y no indultables.
Difícil de implementar en muchas de sus partes, el Acuerdo para la Paz, que sin duda ha sido impulsado por el presidente Santos, como un acuerdo de buena fé, para dejar atrás agravios y ver para adelante, es visto con recelo por una parte importante de los colombianos. Pareciera que sí desean la paz, pero no a cualquier precio.