Embarazos en adolescentes

En México hay 31 millones de jóvenes de 15 a 29 años, quienes representan el 25 por ciento de la población total. Nunca como ahora hemos tenido tal número de jóvenes y, paradójicamente, nunca como ahora ha sido tan incierto ser joven en este país. Particularmente, son el sector poblacional más impactado por el desempleo y la violencia.
Según cifras de la OCDE de 2016, la tasa de desempleo de México se mantuvo estable en 4.2 por ciento. Sin embargo, la tasa de desempleo entre los jóvenes de 15 a 24 años es superior al 8.0 por ciento.
Por otra parte, el estudio Mapa de la Violencia que el sociólogo Julio Jacobo Waiselfisz produce desde 1998, destaca que con 95.6 muertes por cada 100 mil adolescentes de 15 a 19 años de edad, México se convirtió este año en el país con la tasa más alta de mortalidad infantil y adolescente. La citada investigación es auspiciada por la Flacso y comprende un estudio comparativo entre 85 países.
El modelo de movilidad social hace mucho tiempo que dejó de funcionar. En el México posrevolucionario, los padres de familia lograron asumir la idea, hasta el grado de convertirla en certeza, de que gracias a las instituciones del estado de bienestar sus hijos tendrían un futuro más prometedor que el de ellos. Tal claridad de expectativas se ha esfumado y la juventud mexicana, desde edades muy tempranas, padece un sinnúmero de incertidumbres. Muchos sociólogos han estudiado la importancia que tiene el factor confianza para la estructuración social. Mermada la seguridad de un mejor horizonte, con facilidad se puede caer en la desesperanza. Quizá se trata de la primera generación de jóvenes mexicanos que crecen con la certeza de que no les va a ir mejor que a sus padres. Esta condición, por supuesto, implica un serio daño a la vertebración social.
Mención aparte merece, por sus múltiples efectos nocivos, el fenómeno, lamentablemente cada vez más recurrente, de los embarazos entre adolescentes. Carlos Welti, demógrafo del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, ha dicho que no es exagerado decir que se vive una auténtica epidemia de este tipo de embarazos.
Según el organismo internacional Save the Children, cada año en México se embarazan medio millón de adolescentes. El 60 por ciento de ellas proviene de familias pobres y, por lo tanto, no tienen posibilidad alguna de encarar tan complicada situación.
Recientemente, el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Pablo Kuri, dijo que “a diario mil niñas de 10 a 19 años se convierten en madres en México”. De ellas, “el 84 por ciento tiene apenas 14 años de edad”.
En el reporte de la OCDE, ¿Cómo va la vida? 2015, México obtuvo tres primeros lugares —no precisamente honrosos— entre sus países miembros: la mayor tasa de madres adolescentes, de mortalidad infantil y de mujeres adultas obesas. Los estados del país que reportan el mayor número de embarazo adolescente son Chiapas, Guerreo, Oaxaca, Guanajuato, Puebla y Aguascalientes.
Sobra decir que en gran medida estos nacimientos se producen en condiciones de alta vulnerabilidad social. En su mayoría son embarazos no deseados y no pocas veces producto del abuso. El hacinamiento, miseria e ignorancia parecen ser la constante. No sólo queda hecho añicos el futuro de esas niñas-madres, sino que la barrera para superar la pobreza extrema se torna infranqueable para sus venideras generaciones. Las secuelas socio-emocionales son terribles, para ellas y para los recién nacidos. El rostro más triste de la llamada feminización de la pobreza.
Se trata de una situación verdaderamente alarmante y ante la cual urge diseñar un modelo de atención que corresponda a la magnitud de la problemática. La forma como se ha pretendido solventar este entuerto es a todas luces, inconexa e insuficiente. Algo así como aspirinas para el cáncer.
Ex gobernadores al borde de un
ataque de nervios
El Partido Revolucionario Institucional experimenta fuertes tensiones internas. Aún se resienten consecuencias de los resultados electorales del pasado 5 de junio. Cabría suponer que después de tan profunda e inédita derrota, en cuestión de semanas, el tricolor estaría obligado a presentar ante su militancia un balance pormenorizado de las causas del desaguisado. Los priistas se merecen una explicación y la sociedad mexicana valoraría tal esfuerzo autocritico. Eso no sucedió y, por lo visto, no sucederá. La maltrecha maquinaria del PRI se apresta a fluir hacia adelante, como si nada hubiera sucedido, para encarar, bajo esa mermada condición, el más grande reto que este instituto haya tenido: refrendar su triunfo en la Presidencia de la Republica en el 2018.
Ochoa Reza llegó a la dirigencia nacional del PRI hace más de dos meses y ni siquiera ha podido concitar los consensos internos para nombrar a su propio Comité Ejecutivo Nacional, lo cual no es precisamente una pauta de fortaleza. En estas diez semanas Ochoa se ha dedicado a viajar por el país para reunirse con los comités estatales, en estas travesías ha palpado que los militantes están muy dolidos. Los reclamos son muchos, pero en su mayoría convergen en que se sienten ignorados y que les agradaría un mayor margen de participación. Dado el tono esgrimido por Ochoa Reza, parece que su más consistente línea de actuación, hasta el momento, es arremeter contra los gobernadores o ex mandatarios del PRI señalados por corrupción. Es decir, su apuesta reivindicaría, de alguna manera, a su partido con buena parte de la sociedad mexicana que, efectivamente está altamente indignada por la dimensión que ha cobrado la corrupción. En particular, lo que lastima a los mexicanos es la impunidad de la que gozan muchos políticos, no exclusivamente del PRI, que han sangrado a manos llenas la hacienda pública.
Es plausible que a un personaje como Javier Duarte no sólo se le retiren sus derechos partidarios, sino que se le aplique la ley sin cortapisas, que sus excesos tengan consecuencias. La suerte de Duarte al parecer ya está echada, él mismo se lo buscó con ahínco. De la misma forma se debería proceder en contra de muchos otros gobernadores, algunos aún en funciones y otros que hace mucho tiempo dejaron a sus estados sumidos en la desgracia. Hay que decir que también los hay panistas y perredistas.
La interrogante que surge es: independientemente de que la sociedad vea con buenos ojos el que se procese a sujetos como Duarte, qué efecto tendría ello al interior del PRI. Como se ha dicho, los priistas están irritados y lo que han pedido es ser tomados en cuenta. ¿Cómo entiende un militante del tricolor que se siente ninguneado y con la derrota a cuestas, que su dirigente nacional esté más empeñado en enjuiciar a Duarte que a Guillermo Padrés? Aquí ya no alcanza el argumento ramplón de que el buen juez por su casa empieza.
Lo anterior, por lo que toca al militante de a pie. Pero por lo que hace a la clase priista encumbrada, se está jugando con fuego. Parafraseando a María Amparo Casar, se estaría rompiendo el religioso principio de “Tapaos los unos a los otros”; bien podría destaparse una nauseabunda cloaca.
El PRI dista mucho de estar fuertemente cohesionado y en estas condiciones va a meterse en el ojo del huracán, ya que un eventual enjuiciamiento de Javier Duarte supone fuertes sacudidas y se duda que este instituto goce de la entereza para salir ileso. Por lo pronto, las revelaciones a la prensa acerca del finiquito de Ochoa Reza es apenas una muestra de lo que se podría desencadenar. Ni Duarte, ni otros que han sido señalados de malos manejos, se quedarán cruzados de brazos, esperando dulce y razonablemente su turno al cadalso.