Duarte y el dinosaurio

En un escenario en que los partidos se desentienden de su responsabilidad de fiscalización y control político a los gobernantes surgidos de sus filas, no es de recusar la aplicación de sanciones por la dirigencia del PRI a Javier Duarte de Ochoa. Algo que las cúpulas de la oposición a este partido, en especial el PAN y el PRD, desdeñan no tanto por la patente levedad, sino para ocultar su propia indolencia o complicidad ante una legión de funcionaros con fama de ladrones.
En el tricolor ¡por fin! se dieron cuenta de que el gobernador de Veracruz ha estado inmerso en una vorágine de escándalos de corrupción ¡desde el inicio de su gobierno, hace seis años!
El dirigente Enrique Ochoa Reza ya puso a funcionar las instancias disciplinarias, que de entrada le suspendieron a Duarte sus derechos partidistas. Lo cual no hicieron en su momento otros presidentes formales de ese instituto, en particular Manlio Fabio Beltrones y César Camacho.
Qué bueno que en el PRI ha empezado a funcionar, así sea tarde y con tortuguismo, la Comisión de Justicia Partidaria, en cuya agenda, si la cosa va en serio, deben estar muchos más. Entre otros, Roberto Borge, César Duarte, Rodrigo Medina, quienes, por un principio de equidad y justicia, deben correr la misma suerte del veracruzano.
Y, en una de esas, debería estar en la lista de indiciados ante dicha Comisión el mismísimo Ochoa Reza, cuyo liderazgo y autoridad han quedado irremediablemente chamuscados por la revelación quizá no de una ilegalidad, pero sí de una inmoralidad, la de haber recibido regia, indecente indemnización por su renuncia a la dirección de la CFE.
Son tantos los servidores públicos de extracción priistas sobre quienes pesan —con o sin fundamento— señalamientos de corrupción, atendibles con base en los Estatutos partidistas, que el grupo de trabajo presidido por Fernando Elías Calles, si no pretende ser puramente decorativo, tendrá que ampliar su nómina para acometer la sobrecarga de trabajo.
Bienvenida la actuación de los órganos de vigilancia priistas. Con ella políticos y funcionarios carcomidos hasta el tuétano por la corrupción podrían recibir al menos una sanción política, y por esa vía la condena social del desprecio y quizá —aunque a juzgar por la realidad se antoja un desvarío— hasta el castigo penal de sus actos.
Es trascendente la acción depuradora del PRI en momentos en que, a despecho de los discursos para las graderías, saturados de grandilocuentes expresiones sobre combate a la corrupción, en el gobierno federal los entes encargados de la procuración e impartición de justicia y aplicación de multas, inhabilitaciones, confiscaciones, sanciones administrativas y penales, duermen a pierna suelta.
Si en el PRI llueve, en el PAN no escampa; pero por esos lares la cosa es distinta. Aparte de actos de prestidigitación, no se ve la menor intención de actuar en contra de militantes que le han metido mano al erario público, traficado con todo lo traficable y consumado toda suerte de cochupos y chanchullos.
Parapetada en su condición de oposición que por ese sólo hecho goza de condescendencia social, la cúpula del blanquiazul anda a la greña por las ambiciones presidencialistas de Margarita Zavala, Rafael Moreno Valle, Ricardo Anaya y Gustavo Madero. Tratándose de protección a corruptos, sin embargo, presenta una cohesión monolítica, un espíritu de cuerpo a toda prueba. Podría decirse que dentro del panismo sólo la defensa de la inmoralidad logra consenso.
No se explica de otra manera la desafiante impunidad con que se pasean por la vida Guillermo Padrés Elías, Miguel Ángel Yunes Linares, Luis Armando Reynoso, Margarita Arellanes y una larga lista de panistas que deberían ya estar confinados en algún penal o, mínimo, rindiendo declaración ante el ministerio público. El zar anticorrupción Luis Felipe Bravo Mena, quien esta semana conversó amigable y animadamente con Padrés y tiene en la agenda un café con Arellanes, está convertido en el actor central de la pantomima contra la deshonestidad. Su discurso de cero tolerancia a los corruptos suena más hueco que un carrizo.

Del PRD, mejor no hablar. Su cercanía con las instancias más altas del poder ha pervertido por completo a dirigentes —díganlo si no Los Chuchos— cuya actitud de cambio y moralización engatusó a muchos en otros tiempos. El encarcelado José Luis Abarca es hoy el símbolo de la pusilanimidad y el desentendimiento partidista frente a gobernantes surgidos de sus cuadras.

Los partidos, en general, están en deuda ante los electores por su irresponsabilidad frente a la actuación de servidores públicos que son militantes distinguidos —gobernadores, alcaldes, secretarios de Estado, legisladores, regidores—; pero a quienes no fiscalizan ni por error. Si hablamos de funcionarios con talega al lado, eso sí, se les acercan sólo cuando se trata de pedirles apoyos económico por debajo de la mesa para el financiamiento de tal o cual evento partidista. O, desde luego, para exigirles apoyo político-electoral para sacar avante tal o cual candidatura de elección popular.

Con el abandono de los partidos, la miopía o complicidad de las instituciones locales de control y vigilancia, la somnolencia de entidades federales de procuración de justicia y el desinterés del Legislativo, teórico guardián del Federalismo, es apenas natural la conversión de gobernadores en sátrapas, virreyes y saqueadores.

Por todo ello, pese a que sus opositores, en el colmo de la desvergüenza la descalifican mientras protegen bajo el alero a correligionarios uñilargos, merece el beneficio de la duda la Comisión de Justicia Partidaria del PRI. A final de cuentas, sus resultados inmediatos darán la medida del interés por sanear el Parque Jurásico.