Medallas olímpicas Vs. pantalón largo

El mexicano, dice el estereotipo, pasa del llanto a la carcajada con facilidad extrema. Durante los Juegos Olímpicos, fuimos fieles a ese estereotipo: trece días de quejas y lamentos de todo tipo fueron seguidos por dos jornadas de felicidad y euforia, a partir de los resultados de nuestros atletas.
Esa suerte de sentimentalismo a menudo nos impide ver las cosas con la objetividad que se merecen.
Ni la delegación mexicana era un desastre antes de que cayera la lluvia de medallas, ni la obtención de éstas debe nublarnos el panorama y decir que aquí no pasó nada, porque el hecho es que nunca antes había sido más notable el efecto del divorcio entre las autoridades deportivas sobre el ánimo –y a final de cuentas, el desempeño– de los deportistas.
México llevó, como ya es costumbre, una delegación competitiva en la mayor parte de las disciplinas. Todos los deportistas llegaron por haber calificado: ni uno solo llegó por invitación o por dar una marca “B”.
Lo hicieron en 26 deportes, que es una marca para nuestro país. En términos generales, cumplieron con las expectativas (obviamente, unos las superaron y otros quedaron por debajo). No fueron unos malos Juegos Olímpicos para México.
El número de competencias en las que los mexicanos obtuvieron diploma olímpico (es decir, quedaron entre los ocho primeros lugares) fue de 21, que es exactamente el que se tenía presupuestado.
Lo curioso fue que la curva de distribución de lugares estuvo distorsionada en la primera semana, cuando colectamos gran cantidad de cuartos y quintos lugares, y no se normalizó –parcialmente, porque no hubo oros– hasta el final de los Juegos.
Encima de eso, en la primera semana se despidió la triste selección olímpica de futbol, quien no fue apoyada por la Femexfut de la misma forma en la que lo había sido la que ganó el oro hace cuatro años (¿tendrá Televisa algo que ver en ello?).
Estos elementos contribuyeron, durante una semana, a crear un ánimo social pesimista y a hacer más evidentes los problemas que tenía la delegación nacional en Río de Janeiro, a partir de las diferencias entre la Conade, del comisionado Alfredo Castillo, por un lado, y el Comité Olímpico Mexicano, de Ricardo Padilla Becerra y varias federaciones nacionales, por el otro. La tregua pactada por ambos grupos antes de los Juegos duró lo que un suspiro.
Alfredo Castillo lanzó desde su llegada al frente de la Conade, una campaña contra varias federaciones deportivas. En el caso de alguna, como la de basquetbol, se trataba de una necesidad imperiosa. En otras, hubiera sido correcto esperar a que terminara el ciclo olímpico para no interferir en el financiamiento y la preparación de los atletas. En el camino a Río, sembró tensiones y enemistades, que cosechó a mitad de la justa olímpica.
El estilo protagónico de Castillo lo convirtió en protagonista de pantalón largo en un evento en el que la atención debe estar sobre los deportistas. Así, se volvió blanco fácil, tanto cuando los deportistas no cumplían con las expectativas (tiro con arco, las críticas punzantes de Aída Román), como cuando las rebasaban (boxeo, la historia del boteo para asistir al preolímpico).
Fue, con razón o sin ella, el payaso de las bofetadas.
Lo peor del caso es que todo el asunto generó una situación de desazón entre los deportistas. “Incertidumbre”, la llamó el lanzador de martillo Diego del Real, tras su magnífica competencia.
Es imposible pensar que ningún atleta haya sido afectado por esa incertidumbre (pienso, en primer lugar, en los clavadistas, que quedaron en medio de una agria disputa con la FINA).
Para decirlo de otra manera, los logros de los atletas fueron a contracorriente de las disputas de los de pantalón largo. Eso debe de incrementar sus méritos.
Tampoco la mayor parte de los medios contribuyó al ánimo de los atletas.
En su lectura superficial de los resultados, y su esencia futbolera, no veían medallas y les venía de inmediato la palabra “fracaso”, que ha de haber retumbado, con su coda de desánimo, por varios días entre los mexicanos que habitaban la Villa Olímpica.
A contracorriente de esa visión, hubo medallas, con actitudes como la de la ejemplar Guadalupe González, quien manifestó su rotundo desacuerdo con el uso de esa palabra de parte de un entrevistador de televisión.
Los logros también fueron a contracorriente de los efectos perniciosos que pueden tener las redes sociales, en las que muchos usuarios mostraron su ignorancia y su mala fe en contra de deportistas que han realizado esfuerzos indecibles para representar con dignidad a nuestro país.
El caso más lamentable fue el bullying en contra de la gimnasta Alexa Moreno, de parte de quienes desconocen el biotipo requerido para destacar en esa disciplina. Pero no fue, desgraciadamente, el único.
Varios de los integrantes de la delegación deportiva mexicana son muy jóvenes y, como buenos millenials, no pueden vivir sin estar conectados.
Los más sensatos tuvieron a bien desconectarse durante su estancia en Río de Janeiro o, cuando menos, poner en su justa perspectiva las idioteces que pudieron haber llegado a leer. Otros, sin embargo, sufrieron por este tema y, si les afectó en su desempeño, es sólo parcialmente su culpa: otra parte recae en la baja educación y peor estofa de algunos usuarios de las redes, que se comportaron como cangrejos envidiosos en una tina.
Hace cuatro años, tras los Juegos Olímpicos de Londres, escribí:
“Los triunfos de nuestros deportistas deben servir para recordarnos que somos mucho más capaces y fuertes de lo que suelen decir los viejos agoreros atados al pasado… el peligro es la tentación de cambiarlo todo a partir del cambio de gobierno, y tirar el niño con el agua sucia.”
“Abordar un problema sistémico, como el del deporte, que es político, financiero, científico y de asignación óptima de recursos, es como fabricar un campeón olímpico. No es asunto de “echarle ganas”, ni de ocurrencias o discursos bonitos… Es un asunto de planificación integral y de mucha negociación.
Una tarea de auténtico pantalón largo (pero camisa arremangada)”. Lo vuelvo a suscribir.