Diez años: Perdonar, pero no olvidar

Me duele. Aun a esta distancia, los recuerdos lastiman. Creo que en parte he perdonado, pero no he olvidado. Y no debo hacerlo, pues todo lo sucedido implicó enseñanzas importantes que cambiaron mi vida y mi forma de pensar para siempre. Para siempre, solo en la medida que no olvide. Por ejemplo, solo no olvidando puedo evocar que aprendí a distinguir la diferencia entre lo prescindible y lo imprescindible. Eso lo debo tener presente pues la tentación de lo superfluo, de lo trivial y del oropel siempre acecha.
Solo en la medida en que pueda revivir la desolación de esa celda, con su calor asfixiante y aquellos insectos y lágrimas en soledad ante la más lastimosa desesperanza, puedo volver a sentir la fuerza que siempre me dieron La Gorda, mi esposa, mis hijos, mi familia y los amigos de verdad. Solo recreando lo que se siente carecer de lo más indispensable en aquella falta total de higiene, desde agua limpia y corriente para bañarme hasta una cama en vez de un desvencijado catre que lastimaba cada día más mi espalda, puedo recuperar el valor que tenía el que ella me llevara dos veces al día, una a las seis de la mañana, un poco de hielo para refrescarme y mis alimentos y antojos con notitas de ánimo de mis seres queridos entre las tortillas.
Solo reviviendo el agobio de aquella soledad oscura y de la desesperación e incertidumbre que la profundizaban, puedo apreciar el valor de mantener y alimentar la voluntad y el espíritu de lucha para salir adelante. Solo reviviendo la experiencia de sentarme en aquel lugar en posición de flor de loto, dos o tres horas seguidas, de las más de veinte que debía pasar ahí encerrado, puedo recordar la forma en que llegué a explorar profundidades de mi ser que jamás había conocido y a sentirme auténticamente levitando y tomando fuerza de lo que en aquel entonces interpretaba hasta como una fuerza divina. Horas en las que, en meditación profunda, mi espíritu parecía desprenderse de mi cuerpo y volar muy lejos de todo ese dolor y desesperación. Solo evocando aquellos momentos intensos de ensimismamiento puedo retomar el significado de haber sido capaz de escribir un poemario.
Solo recordando el abandono de muchos quienes me debían por lo menos lealtad, puedo valorar suficientemente a quienes me prestaron su apoyo. Solo recordando siempre eso, puedo evitar caer de nuevo en el error de confundir la amistad verdadera, con la circunstancial o de conveniencia. Solo volviendo a vivir esos momentos difíciles y sintiendo la distancia y lejanía de decenas de personas importantes que me llenaban de atenciones y de elogios, podré tener claro que ese mundo de la política y el poder es un ambiente en el que lo falso se confunde fácilmente con lo verdadero.
Todo esto viene a cuento pues en esta semana se cumplieron diez años de que, en una sesión de la primera sala de lo penal en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con una votación de cuatro contra uno, se echaron abajo todos los cargos que se me hicieron así como las penas que se me habían impuesto, exonerándome en definitiva debido a las irregularidades y violaciones constitucionales que se cometieron.
El apego a derecho que implicó esa decisión contrasta con otros hechos dentro de ese mismo proceso, como aquel en el que, en ese mismo tribunal supremo, todo indica que su presidente, quien se revelaría después como claro partidario de quienes me persiguieron, aparentemente maniobró con una jueza que, según supimos años después, había sido su amante, para que se me negara un amparo.
A propósito de esa persecución, no debo de olvidar tampoco las esperanzas que deposité en que la democratización de la vida de mi querida ciudad se traduciría en un espacio de convivencia y progreso, mucho mejor que el que teníamos. Debo recordar la forma en que me impuse a aquellos correligionarios que advertían una y otra vez que perder electoralmente la ciudad sería una tragedia política que estaba en mis manos evitar. No debo olvidar esas advertencias, pues hoy puedo constatar que, si bien la democracia ha funcionado para elegir libremente a quien nos debe de gobernar, los gobiernos anteriores al de Miguel Ángel Mancera cometieron graves omisiones en aspectos fundamentales de los que depende la viabilidad de nuestra capital en el largo plazo.
Gobiernos democráticos que se olvidaron de la rendición de cuentas, de la transparencia o de la salud de las finanzas públicas. Omisiones gravísimas y quizás irreparables en la construcción de Metro, el tratamiento de agua o de desechos sólidos, aspectos sensibles que pueden comprometer el futuro de millones de personas.
Recién me entrevistó el diario Reforma para consignar algunos aspectos de la transición que me tocó coordinar, muy diferente al cochinero que vemos sucederse en cada sucesión estatal hoy en día. En dicha entrevista informé que, ante la negativa de mi sucesor de que la UNAM fuera un testigo de calidad de aquella transición, acudí al Archivo Histórico de la Ciudad de México para depositar ahí copia de todos los planes y programas básicos para el futuro del entonces Distrito Federal, muchos de los cuales se abandonaron. Y sugerí que solicitaran formalmente esa información, lo que no sé si harían, pero por lo menos no lo citaron en la publicación parcial de mi entrevista.
Yo sí lo haré. Y lo haré pues creo que solo recuperando todo eso evitaré que la ciudad olvide lo que yo no olvidaré: lo que pudo ser y no fue.