¿Pobre, pobre, pero honrado?

Vuelvo de estos días de asueto, antes que otra cosa, con un saludo a mis descansados lectores, deseándoles lo mejor que la vida les pueda deparar en este año de 2016. Y regresoa ustedes con este título para la columna de hoy, que evoca el de aquella película argentina dirigida por Carlos Rinaldi y que se estrenó el 3 de noviembre de 1955. Y tomo esas palabras para referirme a algo muy diferente a la trama de aquel filme en el que un millonario contrata a un joven para que enamore a su hija, salvándola de un “cazafortunas”.
Resulta que con eso de que tengo un nieto maravilloso que vive en Toronto, mis visitas a esa ciudad se han vuelto más frecuentes (¡aunque nunca lo suficiente!), lo que me ha dado la oportunidad de observar ese peculiar -y envidiable- modo de actuar y convivir de la sociedad canadiense en aquella ciudad, capital de la provincia de Ontario. Una serie de usos y costumbres que me ha movido a interesantes reflexiones, acerca de lo que significa una forma de cultura que quizás no tenga nada que ver necesariamente con la riqueza material de quienes viven de esa manera. Formas de comportarse y de convivir que desafortunadamente, no observo en mi país o en mi querida Ciudad de México. Repasemos algunos ejemplos para entender mejor aquello a lo que me refiero.
Resulta que paseando en una zona residencial de Toronto muy temprano, observé prácticamente en cada cruce de calles a muchas personas vistiendo un chaleco anaranjado que los identificaba como voluntarios, con un letrero en la mano en el que se leía la palabra STOP, quienes se encargaban de señalar el alto a los conductores de vehículos de toda clase, protegiendo así a los niños y niñas que se dirigían caminando a su escuela.
Un poco más adelante, en un parque con juegos infantiles miré una buena cantidad de juguetes en el pasto y cerca de los juegos, los cuales parecían abandonados. Al preguntar a mi hija sobre ellos, me dijo que la gente ahí los dejaba para no tener que llevarlos y traerlos en cada ocasión y que nadie se los llevaba si no eran de su propiedad.
A varias cuadras de distancia, me encontré en las mismas circunstancias unos sofàs en la banqueta, así como una silla para bebé y otros muebles, los cuales, si bien no eran nuevos, se encontraban en condiciones aceptables. Preguntando acerca de ello, supe que la gente, al deshacerse de ellos ahí los deja y cualquier persona que los necesite, puede recogerlos y llevarlos a su casa.
Ya ni mencionar la forma en que todos los vehículos se detenían completamente en aquellos cruces en donde se encontraba un letrero de ALTO, o la manera en que a través del sistema de “uno por uno” se turnaban para dejarse mutuamente el paso y avanzar todos con armonía, sin provocar esos nudos viales a los que nos hemos ya mal acostumbrado, al pelear por ganar el paso al otro vehículo en la ciudad en que vivimos.
Quizás la primera reacción de quienes me acompañan leyendo esta colaboración semanal, sea la de explicar esta forma de convivir y actuar como la propia de un país desarrollado, entiéndase de un país rico. Sin embargo, si lo pensamos bien, ninguna de esas actitudes tiene un costo en dinero o algo que ver directamente con el nivel de ingreso o riqueza de la gente que las adopta, sino más bien con el nivel de su cultura, si atendemos a una de las acepciones que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española consigna para el vocablo “cultura”: Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico en una época, grupo social, etc.
Ahora bien, hace apenas unos días nos desayunamos con la noticia de que nuestros legisladores han decretado la creación de la Secretaría de Cultura para nuestro país, dentro de cuyas facultades se encuentran las de : conservar, proteger y mantener los monumentos arqueológicos, históricos y artísticos del patrimonio cultural de la nación, dirigir la investigación científica sobre antropología e historia, además del cultivo, fomento, estímulo, creación, educación profesional, artística y literaria, además de la investigación y difusión de la música, las artes plásticas y dramáticas, la danza, las letras en todos sus géneros, la arquitectura; administrar bibliotecas públicas y museos e impulsar la investigación, conservación y promoción de la historia, tradiciones y arte popular, por citar algunas. Y al frente de dicha dependencia ha quedado Rafael Tovar y de Teresa, un funcionario que ha probado sobradamente su capacidad para coordinar los esfuerzos gubernamentales en todas estas materias.
Pero la pregunta obligada, al hablar de lo que se trata en esta columna, es ¿dónde queda entonces la responsabilidad de fortalecer y mejorar este “conjunto de modos de vida y costumbres” que nos pueden hacer una mucho mejor sociedad, sin el pre requisito (irrenunciable, desde luego) de tener que prosperar materialmente como nación? ¿Cuál es la “cultura” que más falta nos hace? ¿Esa que tiene que ver con la forma en la que convivimos y las reglas conforme a las cuales lo hacemos o aquella que se refiere al listado de responsabilidades de la nueva dependencia? ¿A quien le toca promover o mejorar la que tiene que ver con la convivencia diaria? ¿Queda en la Secretaría de Educación? ¿Se trata de educación cívica, como la que parece ahora olvidada? ¿O es la recién creada Secretaría de la Cultura la que nace sin el propósito o la misión de conseguir que México sea un país pobre, pobre…pero culto? Que quede ahí la pregunta para Aurelio Nuño o para Rafael Tovar y de Teresa…o para los ciudadanos a quienes quizás llegó la hora de hacernos cargo de ello.