La mesa redonda de Marco Aurelio Carballo

Antes de Marco Aurelio Carballo, la única persona nacida en Tapachula que yo conocía era mi padre. La muerte de su padre siendo un niño de dos años trajo a la familia al DF y con ello todo vínculo con la finca cafetalera del Soconusco que fue el sueño que trajo al abuelo desde Santander y el que le quitó la vida. Por eso Tapachula no se mencionaba en casa, era como un cuchillo. Pero yo quería escribir la novela de mi abuelo, de su muerte sobre todo y necesitaba conocer el lugar al que llegó en 1911. Recuerdo que se lo conté a Marco Aurelio en las comidas de escritores que organizaba David Martín del Campo en el André de Coyoacán, le dije que quería conocer Tapachula. Y Marco Aurelio, con una generosidad discreta, como siempre ha sido, organizó un tour de presentaciones de libros desde Tuxtla Gutiérrez hasta Tapachula, bajando por Motozintla en la frontera con Guatemala. A bordo de una combi, Hernán Becerra Pino, también tapachulteco, Marco Aurelio, y yo fuimos haciendo paradas en la bella y diversa Chiapas que de pronto era helada en San Cristóbal, suave en Comala y húmeda y calurosa conforme descendíamos al mar. Patricia Zama, la mujer de Marco, y sus hijos Mario y Bruno, mi hija María, los tres niños de primaria, nos acompañaban y ayudaban exhibiendo los libros. Aquel viaje grato me dio el paisaje y las anécdotas, las dudas, y el deseo, sobre todo eso, de escribirCafé cortado. Lo supe con certeza a la vista del Tacaná, volcán que compartimos Guatemala y México, imponente desde la plaza de Tapachula, entre tamales de chipilín, y en la charla con los amigos de Marco en la cantina de su apetencia: La mesa redonda. Efectivamente, allí dentro había una mesa redonda colorada donde tomamos cervezas y pude asombrarme con el oficio de un amigo de infancia de MAC, como le decimos: arreglaba máquinas de escribir. Pensé que era un oficio destinado a la extinción y que era de alguna manera un asunto normal que un escritor tuviera un amigo conocedor de las entrañas de los aparatos con que nos volvimos escritores. Porque, sin duda, Marco Aurelio escribió los cuentos de La tarde anaranjada antes de la era de la computadora. Cuando lo conocí me dio gusto decirle que había leído ese libro y que me gustaban sus cuentos. Fue de esas elecciones donde la intuición lleva la delantera. Había tomado el volumen en alguna librería, lo ojeé y decidí que quería leerlo. ¿Me llamaba ya la atención que la procedencia del escritor, mudado al DF donde ejercía el periodismo, fuera de Tapachula? No lo sé. Sé que Marco siguió siendo el Virgilio del Soconusco porque luego me invitó a participar en la elaboración de una crónica sobre el café cultivado y beneficiado por organizaciones sociales apoyadas por el Estado. No lo dudé, al paisaje y a la ciudad de Tapachula y el recorrido que habíamos hecho se sumó el conocer el mundo del café sembrado en las alturas, el beneficio húmedo y seco, al tostado y la comercialización. Por eso Café cortado debe mucho a Marco Aurelio, que me acercó el extremo sur de Chiapas, me lo puso en la mesa redonda de la escritura para que yo llegara a buen puerto. La amistad es así. Pone la mesa para que nos sentemos alrededor. Y eso hizo Marco incluso en las malas. Cuando era jefe de redacción de la revistaÉpoca, donde yo colaboraba, y un día dejaron de pagarnos a los externos. A él también. Me dijo que había encontrado la manera de devengar algo de lo que se le debía, pidiendo viajes. Porque los viajes los pagaban con algún intercambio. No recuerdo si lo aproveché, pero el gesto me pareció uno más de la camaradería de Marco, de su sonrisa afable y suave, la misma que acompañó la nota o el seguimiento de los libros que publicábamos. Y donde él nunca cedió a la vanidad, el esnobismo ni la descalificación de los otros, a pesar de sus muchos libros y premios.

He tenido el privilegio de compartir la mesa redonda de la amistad de Marco Aurelio Carballo.