Política disfuncional

Independientemente del resultado electoral, en todo el proceso electoral quedan claras tres cosas: la disfuncionalidad de la clase política, el desprestigio partidista en la sociedad y por tanto una severa crisis de legitimidad del sistema/régimen.
La ampliación del circulo rojo de la crítica a dos círculos concéntricos naranja y púrpura y por tanto a mayores segmentos sociales y el gran debate en torno al voto anulado en la casilla resultaron producto de una percepción política en el modelo de la economía cero: lo que perdió el sistema/régimen en credibilidad no se convirtió en apatía sino que escaló al repudio público.
Además de haber prendido el tema de anular el voto, otros dos indicadores fueron registrados por los expertos en registrar el pulso electoral de la sociedad: un 35% votantes que no sabía por quién votar y por tanto ya sin simpatías partidistas y un promedio de 40% rechazó ser encuestado —contra un promedio de 10%— como indicio de falta de credibilidad del sistema/régimen.
Las campañas abonaron en el desprestigio de la política: ni una idea, unos cuántos mítines, todo centrado en spots que nadie vio y menos creyó y en la guerra sucia no para dar a conocer propuestas sino para bajar al adversario. En el ánimo de la sociedad quedó la política no como un servicio público y una tarea social sino un camino rápido al enriquecimiento y al encumbramiento en el estatus del poder institucional.
La ruptura del modelo tradicional de representación política —élites de calidad en busca del apoyo social— mostró el nuevo modelo de selección de funcionarios políticos: la complicidad en la corrupción, la lucha interna entre facciones de los partidos y la aparición en público de los grupos de interés y de los grupos de presión. Así, el sistema de representación política ya no responde a la dinámica de la permeabilidad sociopolítica sino a la política de mafias.
La demagogia centralizó las campañas electorales: todos prometieron el oro y el moro a sabiendas de que sus propias carreras políticas fueron determinadas por las complicidades de la corrupción y el sometimiento. En este sentido, el sistema de representación social ha pasado a ser un sistema de representación de intereses de las oligarquías que decidieron las nominaciones de candidatos. Por eso en las votaciones legislativas los legisladores no representan al pueblo que los eligió sino a los intereses partidistas que los seleccionaron.
La disfuncionalidad del sistema/régimen ha reforzado la conformación de una élite de gobierno alejada de los intereses sociales y populares y los votos se seguirán emitiendo en función de intereses particulares. Como nunca antes, el sistema de representación política ha perdido su legitimidad y razón de ser y explica el hecho de que las disputas políticas y de poder ya no pasen por las instituciones sino que se diriman en las confrontaciones de grupos y en las calles.
Un caso específico asombró por la obviedad de su interpretación: ante las presiones de las secciones magisteriales de Guerrero y Oaxaca, el gobierno federal decidió en los hechos abrogar la esencia de la reforma educativa del 2013 y dar por terminado el modelo de evaluación de los maestros. Lo que queda como interpretación es más preocupante que el hecho magisterial en sí: el Estado acepta en los hechos carecer de fuerza institucional y política para resolver las rebeliones magisteriales y entierra una de las reformas insignia del gobierno del presidente Peña Nieto.
La política abandonó las instituciones y se convirtió en una lucha social de fuerza.