Relanzan «Estudio Q», obra de Vicente Leñero

Abre los ojos lentamente, como si te despertaras. Bosteza, pero sin necesidad de llevarte la mano a la boca. Parpadea varias veces antes de erguir el cuerpo empujándote hacia atrás con los brazos hasta quedar sentado. Abrázate a las rodillas entrelazando los dedos, inclina la cabeza. No te muevas. Ve levantándola poco a poco: los ojos bien abiertos, fijos al frente. Vuelve la mirada hacia ella y al hacerlo extiende una mano con la intención de acariciarle el cabello. Pero no la toques. Aguarda. Ahora sí: empieza a deslizar tu mano desde su nuca y ve bajándola suavemente hasta llegar a la cintura. Detente allí. Llévate esa misma mano a la frente y oprímete las sienes. Mírala de nuevo durante unos segundos, después cúbrela con la sábana teniendo cuidado de que tus dedos no rocen su piel. Gira todo el cuerpo para quedar sentado en dirección a la ventana. Esconde la cabeza entre tus manos antes de que mecánicamente busques en la mesita la cajetilla de cigarros. Enciende uno. Dale dos o tres fumadas y ponte de pie. Camina hacia la ventana como si tuvieras intención de descorrer las cortinas. No lo hagas. Sepáralas un poco nada más. Da a entender que hasta ese momento te das cuenta de la hora que debe ser. Piensa en ello y gira el cuerpo en dirección a la cama. Primero mira el despertador y luego mírala a ella. Sonríe con ternura y en seguida, acelerando tus movimientos, llégate al cuarto de baño. Entra. No cierres la puerta detrás de ti. Obsérvate en el espejo. Cierra y abre los ojos mientras con ambas manos, crispadas, te echas el cabello hacia atrás. Afloja el cuerpo, relájate. Ahora acciona hasta el on la palanquilla del calentador de gas. Ve a la regadera y abre la llave del agua caliente, después la del agua fría para templar la ducha a tu gusto. Comienza a desnudarte. Cuelga el saco y los pantalones de la piyama en el gancho empotrado en la loseta de mármol. Entra en la regadera. No te muevas. Que el agua escurra lentamente por tu rostro, que se detenga en el mentón, que ruede hasta el pecho, que descienda por tu cuerpo, por las piernas, los pies, que forme pequeños remolinos y se vaya poco a poco por la rejilla del desagüe.
Bien, Álex.
El director escénico se vuelve hacia Toño:
—¿No ha llegado Gladys?
—Parece que todavía no, señor.
—Cuando llegue me avisas. Dile que no se vaya sin verme. Me urge hablar con ella.
—Sí, señor.
Bien, Álex; no está del todo mal, pero recuerda que tus movimientos no deben ser puramente mecánicos. Ten en cuenta lo que este instante significa para ti. Ella no es como las otras, es la mujer que has estado buscando toda la vida, la única de la que puede llegar a enamorarse un hombre como tú. Presientes que te estás enamorando y eso te angustia. No sabes qué pensar. No quisieras pensar en nada y sin embargo estás pensando en ella y recordando todo lo que sucedió durante la madrugada. Concéntrate en tu estado de ánimo. Sufre. Atorméntate, Álex.
Tienes que atormentarte más, mucho más. Tú te has burlado públicamente del amor calificándolo de un sentimiento propio de débiles. Te gusta que te consideren un cínico. Eso eres. No pierdas de vista tu personalidad. Tal vez estés a punto de transformarte, pero todavía cuando te despiertas y la miras continúas siendo el seductor inconmovible. Quizá ya nunca puedas cambiar, aunque te empeñes. Confiésate que para ello necesitarías renunciar a un modo de vivir y a una fama a la que no es posible traicionar porque entonces, sencillamente, lo sabes, te derrumbarías. Piensa en eso con intensidad y sufre al reconocer lo que a pesar de todo ella empieza a significar para ti. Recuerda su mirada, su voz, su piel, sus caricias que te parecieron diferentes a las caricias de otras mujeres, no porque realmente lo fueran sino porque eran las tuyas las que daban al acto un sentido distinto. ¿Me entiendes? Confiésate que la amas. Siente que la amas. Ámala con todas tus fuerzas y luego niégalo y renuncia a ella de golpe. Entabla esa lucha contigo mismo. Destrúyete. Cierra los ojos para olvidarla y ábrelos porque no, no puedes olvidarla. Mírala entonces con el respeto y la ternura que nunca tuviste para nadie y que ni siquiera ante ella podrías admitir porque sería tanto como desprenderte de tu máscara y dejar de ser el hombre que ella misma quiere que seas, de otro modo nunca habría aceptado venir a ti. Allí está. Duerme tranquila, feliz. Angústiate, Álex, te sobran razones. La amas, no la amas, la amas, no. ¿Nunca te has enamorado? ¿De veras nunca? ¿Ni siquiera de muchacho? Pues ahí tienes. Recuerda cuando eras muchacho y andabas loco por aquella jovencita de ojos claros que te esperaba todas las tardes en la Alameda. Recuerda su cabello largo, suelto, al aire, cubriendo por momentos su cara sin que ella hiciera el menor ademán para evitarlo porque conocía que en ello estaba el secreto de su encanto. A veces el viento levantaba su vestido, ¿no es verdad?, y tú alcanzabas a mirar sus rodillas, tal vez un breve tramo de sus muslos pálidos, ¿no es verdad? Al igual que ella te ruborizabas, y para distraer su atención corrías a su encuentro a confundir tu risa con su risa. ¿Cómo se llamaba? Llámala como quieras. Marta. ¿Marta te parece bien? Pues llámala Marta y recuerda a Marta en el baile. Con qué suavidad se deslizaban ajenos a las demás parejas, con qué delicadeza la tomabas oprimiendo suavemente su mano hasta obligarla a descender por tu torso, con qué ilusión la conducías a la terraza para luego susurrarle tus primeras palabras de amor. Recuerda cómo volvió el rostro, sin responderte, y regresó al salón. Para más tarde confesarte la verdad: no te amaba, Álex, salía contigo para darle celos a un muchacho, cualquier otro muchacho, invéntalo. Recuerda que te lo dijo de golpe sin darte ocasión a replicar. Ella se fue. Tú te fuiste. Recuérdalo y vuelve ahora a padecer esa misma decepción. Vive el amor intenso de tu adolescencia y piensa que estás sufriendo en la misma forma en que sufriste al perder a Marta, la del cabello al aire. Atorméntate, Álex, atorméntate. Es imposible que transmitas un sentimiento si no lo vives. Vívelo. Piensa en lo que te dé la gana, pero atorméntate. Que en cada uno de tus gestos y en cada uno de tus movimientos se refleje tu angustia: al despertar, al levantarte de la cama, al ir hacia la ventana, al regresar, al entrar en el baño. Cada vez que la mires, mira a un imposible; cada vez que la toques, tócala con veneración y sufre. Atorméntate, Álex. Atorméntate más, mucho más. Todavía mucho más.

—¿No ha llegado Gladys?

—No, señor.

—¡Qué barbaridad!

¿Entendido? ¿Estás listo? Vamos marcándolo de nuevo con más precisión.

Abre los ojos lentamente, como si te despertaras. Bosteza, pero sin necesidad de llevarte la mano a la boca. Parpadea varias veces antes de erguir el cuerpo empujándote hacia atrás con los brazos hasta quedar sentado. Apóyate en la cabecera de la cama: tu coronilla contra el rectángulo acolchado de terciopelo. Cierra los ojos y vuelve a abrirlos lentamente como si te pesaran los párpados, como si te costara un gran esfuerzo mantenerlos abiertos. Así. Ahora extiende la sábana, únicamente de tu lado, y encoge las piernas cuidando que tus rodillas queden, cuando menos, al nivel de las tetillas. Abrázate a las piernas entrelazando los dedos, inclina la cabeza. No te muevas durante dos segundos; cuéntalos: uno, dos. Ve levantándola poco a poco, los ojos bien abiertos, fijos al frente. Dos segundos más en esa posición antes de que vuelvas la vista hacia la izquierda. Suspira en el momento en que la mires y luego, siempre con extrema lentitud, levanta una mano con la intención de acariciarle el cabello. Ve bajando tu mano poco a poco, pero mantenla inmóvil al quedar a unos milímetros de su cabeza. Hazla temblar un poco y luego traza un arco para rectificar la posición. Deslízala por su espalda oprimiendo las yemas de los dedos contra su piel y deteniéndote al llegar a la cintura. Acaríciala con suavidad para que no se despierte. Después, en ademán rápido, como si te arrepintieras de lo que haces, llévate esa mano a la frente de tal modo que el arco formado entre el pulgar y los demás dedos unidos te cubran los ojos y la nariz. Oprime tus sienes con el pulgar y el mayor hasta que sientas dos punzadas simultáneas. Vuelve tu mirada hacia ella en el momento en que bajas la mano y observa el surco de su espalda. Cúbrela con la sábana, pero cuidando ahora que tus dedos no rocen su piel. A la altura de sus omóplatos haz un doblez a la sábana para evitar el contacto de la manta con su cabellera. Ahora ella debe suspirar, respirar entre sueños, sacudiendo un poco el lecho, pero sin alterar la posición de su cuerpo; si acaso extenderá la pierna derecha y entonces podrás ver sus uñas nacaradas asomando fuera de la sábana. Pero ya no vuelvas la mirada hacia su cabeza, retírala antes del suspiro haciendo girar tu cuerpo a la derecha para quedar sentado en dirección a la ventana: los pies descalzos en la alfombra, los brazos apoyados en las rodillas y la cabeza transmitiendo su peso a través de ellos. Al dejar caer los brazos detén la cabeza con los músculos del cuello. Yérguete. Extiende el brazo derecho, sin mover los ojos, hasta que tu mano encuentre la cajetilla de cigarros. No mires la cajetilla, tráela al centro de tu cuerpo y sin utilizar la mano izquierda llévate un cigarrillo a la boca. Pon la cajetilla donde estaba y busca en la misma forma, tanteando la mesita, el encendedor de plata; encuéntralo al fin cuando estés a punto de tomar conciencia de lo que haces. Prende el cigarrillo, deja el encendedor en la cama y arroja todo el humo por la boca. Gesticula. Da a entender que el humo te reaviva el escozor de la lengua, el sabor a cobre que te llena las paredes bucales. Sin embargo, como si no te dieras cuenta o como si ya nada te importara, Álex, vuelve a fumar, da el golpe, haz circular el humo y arrójalo ahora por boca y nariz. Exacto. Aplasta el cigarrillo contra el cenicero de la mesita y ponte de pie. Tensa la espalda hacia atrás, en arco, al mismo tiempo que extiendes lateralmente los brazos desperezándote. Camina en dirección a la ventana como si tuvieras intención de descorrer las cortinas. No lo hagas. Únicamente descubre un ángulo para dejar entrar un rayo de luz. Da a entender que hasta ese momento te das cuenta de la hora que debe ser; piensa en ello y vuélvete con todo el cuerpo en dirección a la cama. Mira hacia el despertador, acércate. Sólo por un instante mírala también a ella.