Ajustarse; no ajustarnos

La caída en el precio internacional del petróleo ha hecho que el gobierno se decida a cambiar de una manera radical los mecanismos para la elaboración del Presupuesto de Egresos de la Federación, que deberá ser aprobado por la próxima legislatura (es decir, la que salga de las elecciones del 7 de junio). Se construirá a partir de cero, anunció el presidente Peña Nieto.
Esto, en principio, no es mala noticia. Desde hace mucho tiempo se requería una revisión a fondo del gasto, que se ha hecho cada vez más ineficiente.
Es correcto dejar, de una vez por todas, de hacer presupuestos inerciales que tienden a reproducir –cuando no a magnificar- distorsiones generadas por asuntos ligados al clientelismo político.
Pero también puede ser, si no estamos atentos, una pésima noticia.
Lo será si prevalece la lógica de cortar, en vez de la de ajustar (que no son sinónimos, aunque a menudo se manejen como tales). Si prevalece la idea de reducir por todos lados, en vez de definir con visión de futuro cuáles son las áreas prioritarias y de identificar con claridad en dónde están las duplicidades, los dispendios y las transferencias sin ton ni son.
El ajuste era una necesidad postergada. La dependencia fiscal respecto al petróleo estaba destinada a desaparecer, y la propia reforma energética así lo preveía.
El comportamiento de los mercados petroleros, aunado a un cierto catastrofismo inercial de parte de las autoridades, que no esperan recuperación alguna, ha hecho adelantar los tiempos, y apurar el trago con menos azúcar.
Es un hecho que el presupuesto para 2016 no alcanzará los 4.7 billones de pesos del actual. Y que, parafraseando a Peña Nieto (y de paso a Miguel De la Madrid), se tendrá que “hacer más con menos”.
Lo que no es un hecho es que este presupuesto deba ser incapaz de responder a distintas necesidades básicas de la economía y de la sociedad mexicana.
En primer lugar debe estar la apuesta por el futuro. Gastos en educación, en cultura y en ciencia y tecnología, que suelen estar entre los primeros candidatos a una reducción, deben mantenerse, cuando menos, al nivel actual.
En cualquier caso, no estaría mal fajarse los pantalones y poner por delante los intereses nacionales para ahora sí podar los excesos de maestros que no trabajan y dirigir mejor esos recursos hacia las áreas del sector que sí funcionan y necesitan potenciarse.
Un gasto educativo robusto es el mejor instrumento contra la desigualdad social y es, también, una vacuna contra la necesidad de multiplicar transferencias sociales en el futuro.
Los muchos subsidios que existen hoy son producto de la simulación en el gasto educativo de ayer.
Otro asunto en el que tampoco se puede ser pichicato es el de la salud pública.
La seguridad social en México tiene apenas las redes suficientes como para que el tejido no se deshaga.
No sería permisible regresar a tiempos en los que la mayoría de la población estaba desprotegida en los hechos, ya sea por falta de acceso institucional o por insuficiencia de personal, instalaciones, medicinas, etcétera.
La política general de subsidios debe revisarse.
Los que existen hoy prácticamente dejan intactos los índices de desigualdad. Hay duplicidades y abusos (empresas agroindustriales con apoyos de Procampo, por dar un ejemplo). Pero el ajuste ha de ser quirúrgico: de otra forma, con la consabida lógica del machetazo, quedarán desprotegidos sectores vulnerables. Y sería conveniente insistir en programas que hacen pasar a las comunidades de recipendarias a productoras.
Tampoco puede el Estado dejar de funcionar como uno de los motores de la economía.
Tal vez queden para después esfuerzos mastodónticos, llamativos y buenos para la foto inaugural. Pero es necesaria, más que nunca, la inversión pública en sectores estratégicos.
Finalmente, si de todas maneras disminuirá el gasto, debe –ahora sí, de plano- revisarse la idea de los salarios mínimos, como base para una recuperación progresiva del salario.
¿Por dónde, entonces, hacer ajustes? En primer lugar, viendo cuáles áreas de la administración pública ya no cumplen las funciones para las que fueron creadas. Junto con ello, hay una serie de recursos etiquetados para los estados que responden exclusivamente a intereses político-clientelares de quienes los gestionaron –y los cabildearon con fuerza en el Congreso- y que son una de las principales fuentes de ineficiencia.
También está la compra, a base de billetazos lanzados a fondo perdido, de supuesta paz social en estados con problemas de gobernabilidad, reales o aparentes.
En fin, el sistema de transferencias federales debe revisarse a fondo.
Y hay áreas visibles de la administración pública que, si bien no pegan tanto en el presupuesto a la hora de hacer los cálculos, tienen un peso enorme en la percepción social.
Esta podría ser la oportunidad para que la Presidencia de la República se mueva con menos parafernalia; para que el Congreso de la Unión y sus correspondientes locales reduzcan sustancialmente sus gastos; para que los altos funcionarios bajen un poco a tierra y se parezcan, aunque sea ligeramente, a los ciudadanos.
Desenterrar la idea de “ellos y nosotros”, que se refiere a la brecha creciente entre la alta clase política y la ciudadanía, puede ser una tarea con mejores dividendos que la idea misma de un presupuesto realista, pero con sentido social.
También es una tarea más difícil.