Al gran maestro de la Orden de Nutrición

El día de ayer cumplió 90 años de edad el maestro Manuel Campuzano, cirujano excepcional, ex director del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, y, hoy en día, el decano en activo más respetado y querido por la comunidad del Instituto.
El Instituto está de fiesta y homenajea con orgullo y cariño a una larga vida dedicada a la atención de enfermos y la generación y conducción de instituciones. El Instituto se ha forjado a lo largo de su historia por los hombres y mujeres que le dieron su vida. Empezando, por supuesto, con la del mismo maestro Salvador Zubirán, pero seguido muy de cerca por el maestro Campuzano, quien llegó al entonces Hospital de Enfermedades de la Nutrición casi al mismo tiempo que su inauguración.
Ya comenté alguna vez en este espacio (30 de enero de 2013) que si George Lucas fuera Mexicano, en la saga de la Guerra de las Galaxias, Yoda, el gran maestro de la Orden de los Jedi, se llamaría Manuel Campuzano, hoy en día considerado como el gran maestro de la Orden de Nutrición.
Como parte de los festejos para el nonagenario maestro, se solicitó a varios miembros de la Institución escribirle una carta para entregárselas en un encuadernado cargado de anécdotas de cariño y agradecimiento. La respuesta fue abrumadora.
Quiero aprovechar este espacio para hacer pública la que le he escrito, con el objeto de recordar al lector que en este México, en el que abundan lo servidores públicos mal calificados y llenos de corrupción, existen sin embargo, ejemplos de personas que han dignificado el sentido del servicio público y que han dedicado su vida entera a la asistencia de los mexicanos sin haber obtenido ninguna ganancia personal, más allá del cariño y agradecimiento de muchos. La carta dice así.
Estimado maestro Manuel
Campuzano:
Con el gusto que siempre me da dirigirme a usted, le escribo esta misiva para felicitarlo por sus noventa años de vida y más bien, lo hago para felicitarme a mí, al Instituto y al país por haberlo tenido entre nosotros durante este tiempo.
Recuerdo, como si fuera ayer, cuando llegué al Instituto para realizar el Servicio Social de la carrera de medicina en 1984 y usted era el Director General. Su nombre resonaba, en todo el país, como un cirujano de dones excepcionales. Aunque durante la carrera llevé algunos cursos en el Instituto, no había tenido la suerte de conocerlo. Usted no se acuerda, por supuesto, pero la forma en que lo conocí, que en ese momento me pareció graciosa, fue en realidad una oda que me revelaría su sencillez, humildad y trato generoso para con los demás.
Fue en una ocasión en que debía entrar a los quirófanos del Instituto, por alguna razón que tengo perdida en la memoria. Al entrar vi a un respetable cirujano en paños menores que se vestía para ir a hacer lo que sabía hacer mejor que nadie. Lo conocí, por tanto, en la forma más sencilla en que se puede ver a un ser humano y después de 30 años sigo viendo en usted a esa persona sencilla, humilde, llena de sabiduría y amabilidad.
A los pocos meses de este suceso ingresé al Instituto, como residente de medicina interna, y rápidamente me percaté de dos cosas que me llamaron la atención. La primera fue que en poco tiempo se sabía usted el nombre de cada uno de nosotros. La segunda, que cuando pasábamos por la oficina de la Dirección General nos asomábamos para ver si estaba usted solo y, en ese caso, entrar sin previa cita, con la única intención de saludarle. Era como si fuera nuestro propio padre, al que pasábamos a saludar con naturalidad y cariño. Con esa visión de gente condujo usted al Instituto y se convirtió en la figura a seguir, en la figura a imitar. La gente como usted es la que ha inyectado en el Instituto la mística y el espíritu de servicio que lo caracteriza.
Su periodo como Director General fue decisivo en la carrera de muchas personas del Instituto, incluyendo la mía. Cuando terminé la residencia y decidí migrar a Boston, a continuar estudios de posgrado para hacerme investigador, no dudó ni un minuto en creer en mí y darme todo el apoyo del Instituto, sin el cual, no hubiera sido posible hacer lo que hice: obtener las becas que logré y tener la plaza y el espacio que necesitaba para regresar al Instituto. Usted terminó su período como Director General un año antes de que yo regresara del extranjero, pero se aseguró de que mi trabajo y espacio estuvieran reservados hasta mi regreso.
Esta historia no es única en mi caso. Somos muchos miembros que hoy conformamos la comunidad del Instituto: médicos, enfermeras, nutriólogos, químicos, investigadores y personal administrativo, que en la década de 1982 a 1992 encontramos un lugar en donde desarrollar nuestra actividad profesional con excelencia, gracias a que usted confió en nosotros y nos facilitó el camino.
Siempre estaré orgulloso de su amistad y agradecido por sus innumerables consejos. Hay uno que atesoro con cariño, porque me fue muy útil en su momento, cuando pasa uno por esas crisis de juventud en que siente que el mundo y tiempo se le viene encima. Me dijo- recuerda Gerardo que las carreras profesionales de excelencia se construyen con lo mismo que se necesita para subir al Popocatépetl. Hay que dar un paso firme tras otro y cada paso que des es el soporte para el siguiente. Con mi más profunda admiración y agradecimiento. Hasta aquí la carta.
Una de las características de las Instituciones de excelencia es el amor, cariño y cuidado que les profesan a sus decanos. Los que estamos hoy aquí sabemos que pudimos ver a lo lejos, porque nos paramos sobre los hombros de gigantes.
*Director de Investigación, Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán” y Unidad de Fisiología Molecular, Instituto de
Investigaciones Biomédicas, UNAM.