Agapita va por el cuerpo de su hijo

Eran las 08:45 de la mañana cuando la señora Agapita Montes Rivera llegó a Tijuana. Parecía que traía cargando todo el dolor del mundo en la espalda. Encorvada, se apoyaba del brazo de una jovencita; apenas podía caminar.
Arrastraba una pequeña maleta gris y, a pesar del calor grosero con el que amaneció la ciudad norteña, vestía un pantalón de pana y una cha-marra gris esponjada; negra porque está de luto: hace cinco días su hijo Antonio Zam-brano Montes fue asesinado por policías del condado de Pasco, en Washington.
Desde hace 10 años había emigrado a Estados Unidos por “la pobreza”. Recuerda Agapita que aquel día que se fue, su “Toño” agarró sus pocas pertenencias y salió de la comunidad de La Parotita en Michacán, donde nació hace 35 años.
La mujer de piel color cobre dejaba al descubierto todo el dolor que le cayó desde el pa-sado martes. La delataba su rostro: Esas ojeras que le llegaban a la mitad de la nariz de no dormir; las “patas de gallo” que parecían surcos escarbados por las lágrimas.
Llegó de Colima y se abrió paso entre la gente, entre los enamorados con globos de corazones y flores rojas que atiborraron el aeropuerto en 14 de febrero. “Ya te imaginarás como me siento, ¿verdad?”.
“Me siento mal, lo único que les quiero decir es que se haga justicia, es todo lo que les pido. Porque vean el video”, dijo tratando de asfixiar el sollozo que traía atorado en la garganta y conteniendo las ganas de llorar.
La mamá del migrante asesinado llegó acompañada de un joven abogado, llamado Alberto Madrigal, que fue comisionado por el ayuntamiento de Aquila —localizado en la costa de Michoacán— para apoyar a la familia. Pero Agapita no sabía a dónde ir; sólo les dijeron que tenían que dirigirse a un lugar llamado San Ysidro y pedir una visa hu-manitaria. “Pues qué le diré; pues yo pienso que voy a recibir un permiso, no sé”.
—¿Va por el cuerpo de su hijo señora Agapita?—, se le pregunta. La mujer, que se mantuvo serena, deja caer una lágrima lenta, silenciosa y su tono de voz se volvió más agudo: “Es lo que quiero, llevármelo. El era muy lindo, por eso siento mucho la muerte mi hijo” y suelta el llanto.
“No estoy segura ahorita quién me va a esperar ahí. Pues allí yo pienso que vendrá algún familiar de nosotros”, explicó.
“Yo sólo quiero llevarme sus restos para darles cristiana sepultura, yo quisiera que lo más pronto que se pueda. El había partido por la pobreza, porque nosotros somos muy pobres. El trabajaba y enviaba algo para nosotros, para comprar lo que nos hacía falta. Nunca dejó de ayudarnos”.
Doña Agapita, confundida en una ciudad desconocida, tomó un taxi y pidió al chofer que la llevara a la garita internacional de San Ysidro. Aproximadamente a las 09:30 de la mañana llegó a las oficinas de migración en San Diego, California.
EL UNIVERSAL ingresó con ella a las instalaciones: la mujer acompañada de la joven explicó la situación en la que se encontraba y que sólo quería ir a Washington por los restos de su hijo. Ahí un hombre ya la acompañaba, quien dijo trabajar para el gobierno de México.
Los agentes migratorios tomaron las huellas de los cinco dedos de sus manos; mientras los demás oficiales la miraban absortos. Incluso se preguntaban entre ellos “a ella le mataron a su hijo en Washington ¿verdad?”. La trataron con amabilidad.
El abogado Alberto Madrigal confirmó que la señora Agapita logró obtener su permiso humanitario, que generalmente permite una estadía de entre un día y un mes dentro de Estados Unidos y estará llegando en las próximas horas a Washington por los restos de su hijo Antonio, al que vio partir hace una década y con quien habló por última vez en diciembre, cuando el hombre le dijo que estaba juntando dinero para regresar con ella, a casa, a Michoacán.