Constitución: la última oportunidad

Si a lo largo de la historia de México la Constitución fue el amarre de proyectos sociales, la de 1917 con casi 550 reformas no es más que el reflejo del desorden en el sistema político, en el régimen de gobierno y en el Estado desensamblado.
La Constitución cumplirá en dos años sus primeros cien años y representa un documento para armar, un verdadero rompecabezas normativo, político e histórico; de federalista frustrada por la maldición del padre Mier porque negaba el espíritu federalista de una sociedad centralista, pasó a normativa de una sociedad en guerra consigo misma, y luego se transformó en Constitución de derechos sociales que ha ido anulando en aras de la modernización.
Aunque no se va a reconocer en la ceremonia de aniversario de hoy 5 de febrero, la Constitución es ya procedimental de una democracia inexistente, perdiendo su fuerza doctrinaria en aras de la desconfianza que obligó a incluir en su articulado párrafos administrativistas, nombramientos de autoridades y obligaciones menores.
Más que doctrinaria o de derechos, la de 1917 fue el proyecto nacional de los radicales que hicieron y ganaron la Revolución Mexicana, aunque fueron desplazados pacíficamente en 1940. Como carta magna, la Constitución ha servido para el más radical de los estatismo y luego para el más extremo de los neoliberalismos de mercado.
Sus contradicciones hablan de los parches coyunturales sexenales: la Constitución reconoce y exalta la rectoría del desarrollo conducida por el Estado, pero también legitima el viraje hacia el mercado como el motor de la economía. Y lo mismo sirvió como proyecto político del PRI que también como coartada también política del PAN. En todo caso, en la alternancia presidencial PRI-PAN-PRI mostró la Constitución que sirve para cualquier ideología. Al final, la Constitución es el instrumento legitimador del autoritarismo del Estado.
El constitucionalismo mexicano nació en las Cortes españolas con la Constitución de Cádiz de 1812. Y a la vuelta de dos siglos, la Constitución se aparece como el último espacio de consenso social para la reconfiguración del régimen de gobierno. Pero como se ha visto en ese tiempo, de poco sirve una Constitución sin una estructura política de gobierno funcional.
Las constituciones en México han sido fruto de rupturas revolucionarias: la de Apatzingán, la de 1824, la de 1857 y la de 1917. Garantizada su hegemonía, asegurados los derechos sociales y reconocida como el espacio de gobernabilidad, la Constitución actual ya no responde al proyecto del PRI ni al Estado priísta. De ahí la oportunidad histórica para regresar a la Constitución como el único pacto social viable.
Lo malo es que el país vive guerras civiles moleculares —Enzensberger—, una fractura social polarizada y la carencia de liderazgos políticos y sociales. Por tanto, la posibilidad de reformar la Constitución para regresarla como el pacto fundamental se ve prácticamente imposible. Algunas de las transiciones pactadas han demostrado que la revolución, la guerra civil o la crisis violenta no son el único camino, pero al final de cuentas no existe ningún otro que la vía política.
Celebrar la actual Constitución no es más que un acto burocrático pero sin sentido político, con discursos pomposos que difieren de la realidad de ruptura social que vive el país desde 1968. La carencia de validez de la Constitución forma parte de los disensos nacionales. En este sentido avanza una nueva corriente jurídica: convertir a la Constitución en la garante de la democracia, ese nuevo derecho social escamoteado, y ya no un documento ajustado a los caprichos sexenales.
Sin una nueva Constitución pactada, ninguna reforma del sistema político, del régimen de gobierno y de las reglas de convivencia será eficaz.