Adelanto editorial: «De animales a dioses» de Yuval Noah Harari

La Revolución cognitiva. Un animal sin importancia. Hace unos 13 mil 500 millones de años, materia, energía, tiempo y espacio tuvieron su origen en lo que se conoce como el big bang. El relato de estas características fundamentales de nuestro universo se llama física.
Unos 300 mil años después de su aparición, materia y energía empezaron a conglu-tinarse en estructuras complejas, llamadas átomos, que después se combinaron en moléculas. El relato de los átomos, las moléculas y sus interacciones se llama química.
Hace unos tres mil 800 millones de años, en un planeta llamado Tierra, determinadas moléculas se combinaron para formar estructuras particularmente grandes e intrincadas llamadas organismos.
El relato de los organismos se llama biología
Hace 70 mil años, organismos pertenecientes a la especie Homo sapiens empezaron a formar estructuras más complejas llamadas culturas. El desarrollo subsiguiente de estas culturas humanas se llama historia.
Tres revoluciones importantes conformaron el curso de la historia: la revolución cognitiva marcó el inicio de la historia hace unos 70 mil años. La revolución agrícola la aceleró hace unos 12 mil años. La revolución científica, que se puso en marcha hace sólo 500 años, bien pudiera poner fin a la historia e iniciar algo completamente diferente. Este libro cuenta el relato de cómo estas tres revoluciones afectaron a los humanos y a los organismos que los acompañan.
Hubo humanos mucho antes de que hubiera historia. Animales muy parecidos a los humanos modernos aparecieron por primera vez hace unos 2.5 millones de años. Pero durante innumerables generaciones no destacaron de entre la miríada de otros organismos con los que compartían sus hábitats.
En una excursión por África oriental hace dos millones de años, bien pudiéramos haber encontrado un reparto familiar de personajes humanos: madres ansiosas que acariciarían a sus bebés y grupos de niños despreocupados que jugarían en el fango; adolescentes temperamentales que se enfadarían ante los dictados de la sociedad, y ancianos cansados que sólo querrían que se les dejara en paz; machos que se golpearían el pecho intentando impresionar a la belleza local, y matriarcas sabias y viejas que ya lo habrían visto todo. Estos humanos arcaicos amaban, jugaban, formaban amistades íntimas y competían por el rango social y el poder… pero también lo hacían los chimpancés, los papiones y los elefantes.
No había nada de especial en ellos. Nadie, y mucho menos los propios humanos, tenían ningún atisbo de que sus descendientes caminarían un día sobre la Luna, dividirían el átomo, desentrañarían el código genético y escribirían libros de historia. Lo más importante que hay que saber acerca de los humanos prehistóricos es que eran animales insignificantes que no ejercían más impacto sobre su ambiente que los gorilas, las luciérnagas o las medusas.
Los biólogos clasifican a los organismos en especies. Se dice que unos animales pertenecen a la misma especie si tienden a aparearse entre sí, dando origen a descendientes fértiles. Caballos y asnos tienen un antepasado común reciente y comparten muchos rasgos físicos, pero muestran muy poco interés sexual mutuo. Se aparean si se les induce a hacerlo; sin embargo, sus descendientes, llamados mulas y burdéganos, son estériles. Por ello, las mutaciones en el ADN de asno nunca pasarán al caballo, o viceversa. En consecuencia, se considera que los dos tipos de animales son dos especies distintas, que se desplazan a lo largo de rutas evolutivas separadas. En cambio, un bulldog y un spaniel pueden tener un aspecto muy diferente, pero son miembros de la misma especie y comparten el mismo acervo de ADN. Se aparearán fácilmente, y sus cachorros crecerán y se aparearán con otros perros y engendrarán más cachorros.
Las especies que evolucionaron a partir de un ancestro común se agrupan bajo la denominación de “género”. Leones, tigres, leopardos y jaguares son especies diferentes dentro del género Panthera. Los biólogos denominan a los organismos con un nombre latino en dos partes, el género seguido de la especie. Los leones, por ejemplo, se llaman Panthera leo, la especie leo del género Panthera. Presumiblemente, todo el que lea este libro es un Homo sapiens: la especie sapiens (sabio) del género Homo (hombre).
Los géneros, a su vez, se agrupan en familias, como las de los gatos (leones, guepardos, gatos domésticos), los perros (lobos, zorros, chacales) y los elefantes (elefantes, mamuts, mastodontes). Todos los miembros de una familia remontan su linaje hasta una matriarca o un patriarca fundadores. Todos los gatos, por ejemplo, desde el minino doméstico más pequeño hasta el león más feroz, comparten un antepasado felino común que vivió hace unos 25 millones de años.
También Homo sapiens pertenece a una familia. Este hecho banal ha sido uno de los secretos más bien guardados de la historia. Durante mucho tiempo, Homo sapiens prefirió considerarse separado de los animales, un huérfano carente de familia, sin hermanos ni primos y, más importante, sin padres. Pero esto no es así. Nos guste o no, somos miembros de una familia grande y particularmente ruidosa: la de los grandes simios. Nuestros parientes vivos más próximos incluyen a los chimpancés, los gorilas y los orangutanes. Los chimpancés son los más próximos. Hace exactamente seis millones de años.
una única hembra de simio tuvo dos hijas. Una se convirtió en el ancestro de todos los chimpancés, la otra es nuestra propia abuela.

Esqueletos en el armario

Homo sapiens ha mantenido escondido un secreto todavía más inquietante. No sólo poseemos una abundancia de primos incivilizados; hubo un tiempo en que tuvimos asimismo unos cuantos hermanos y hermanas. Estamos acostumbrados a pensar en nosotros como la única especie humana que hay, porque durante los últimos 10 mil años nuestra especie ha sido, efectivamente, la única especie humana de estos pagos. Pero el significado real de la palabra humano es “un animal que pertenece al género Homo”, y hubo otras muchas especies de este género además de Homo sapiens. Por otra parte, como veremos en el último capítulo del libro, quizá en el futuro no muy distante tendremos que habérnoslas de nuevo con humanos no sapiens. A fin de aclarar este punto, usaré a menudo el término “sapiens” para denotar a los miembros de la especie Homo sapiens, mientras que reservaré el término “humano” para referirme a todos los miembros actuales del género Homo.

Los humanos evolucionaron por primera vez en África oriental hace unos 2.5 millones de años, a partir de un género anterior de simios llamado Australopithecus, que significa “simio austral”. Hace unos dos millones de años, algunos de estos hombres y mujeres arcaicos dejaron su tierra natal para desplazarse a través de extensas áreas del norte de África, Europa y Asia e instalarse en ellas. Puesto que la supervivencia en los bosques nevados de Europa septentrional requería rasgos diferentes que los necesarios para permanecer vivo en las vaporosas junglas de Indonesia, las poblaciones humanas evolucionaron en direcciones diferentes. El resultado fueron varias especies distintas, a cada una de las cuales los científicos han asignado un pomposo nombre en latín.

Los humanos en Europa y Asia occidental evolucionaron en Homo neanderthalensis (“hombre del valle del Neander”), a los que de manera popular se hace referencia simplemente como “neandertales”. Los neandertales, más corpulentos y musculosos que nosotros, sapiens, estaban bien adaptados al clima frío de la Eurasia occidental de la época de las glaciaciones. Las regiones más orientales de Asia estaban pobladas por Homo erectus, “hombre erguido”, que sobrevivió allí durante cerca de dos millones de años, lo que hace de ella la especie humana más duradera de todas.

Es improbable que este récord sea batido incluso por nuestra propia especie. Es dudoso que Homo sapiens esté aquí todavía dentro de mil años, de manera que dos millones de años quedan realmente fuera de nuestras posibilidades.

En la isla de Java, en Indonesia, vivió Homo soloensis, “el hombre del valle del Solo”, que estaba adaptado a la vida en los trópicos. En otra isla indonesia, la pequeña isla de Flores, los humanos arcaicos experimentaron un proceso de nanismo. Los humanos llegaron por primera vez a Flores cuando el nivel del mar era excepcionalmente bajo y la isla era fácilmente accesible desde el continente. Cuando el nivel del mar subió de nuevo, algunas personas quedaron atrapadas en la isla, que era pobre en recursos. Las personas grandes, que necesitan mucha comida, fueron las primeras en morir. Los individuos más pequeños sobrevivieron mucho mejor. A lo largo de generaciones, las gentes de Flores se convirtieron en enanos. Los individuos de esta especie única, que los científicos conocen como Homo floresiensis, alcanzaban una altura máxima de sólo un metro, y no pesaban más de 25 kilogramos. No obstante, eran capaces de producir utensilios de piedra, e incluso ocasionalmente consiguieron capturar a algunos de los elefantes de la isla (aunque, para ser justos, los elefantes eran asimismo una especie enana).

En 2010, otro hermano perdido fue rescatado del olvido cuando unos científicos que excavaban en la cueva Denisova, en Siberia, descubrieron un hueso del dedo fósil. El análisis genético demostró que el dedo pertenecía a una especie previamente desconocida, que fue bautizada como Homo denisova. Quién sabe cuántos otros parientes nuestros perdidos esperan a ser descubiertos en otras cuevas, en otras islas y en otros climas.

Mientras estos humanos evolucionaban en Europa y Asia, la evolución en África oriental no se detuvo. La cuna de la humanidad continuó formando numerosas especies nuevas, como Homo rudolfensis, “hombre del lago Rodolfo”, Homo ergaster, “hombre trabajador”, y finalmente nuestra propia especie, a la que de manera inmodesta bautizamos como Homo sapiens, “hombre sabio”.

Los miembros de algunas de estas especies eran grandes y otros eran enanos. Algunos eran cazadores temibles y otros apacibles recolectores de plantas. Algunos vivieron sólo en una única isla, mientras que muchos vagaban por continentes enteros. Pero todos pertenecían al género Homo. Todos eran seres humanos.

Es una falacia común considerar que estas especies se disponen en una línea de descendencia directa: H. ergaster engendró a H. erectus, este a los neandertales, y los neandertales evolucionaron y dieron origen a nosotros. Este modelo lineal da la impresión equivocada de que en cualquier momento dado sólo un tipo de humano habitaba en la Tierra, y que todas las especies anteriores eran simplemente modelos más antiguos de nosotros.

Lo cierto es que desde hace unos dos millones de años hasta hace aproximadamente 10 mil años, el mundo fue el hogar, a la vez, de varias especies humanas. ¿Y por qué no? En la actualidad hay muchas especies de zorros, osos y cerdos. La Tierra de hace cien milenios fue hollada por al menos seis especies diferentes de hombres. Es nuestra exclusividad actual, y no este pasado multiespecífico, lo que es peculiar… y quizá incriminador. Como veremos en breve, los sapiens tenemos buenas razones para reprimir el recuerdo de nuestros hermanos.

El costo de pensar

A pesar de sus muchas diferencias, todas las especies humanas comparten varias características distintivas. La más notable es que los humanos tienen un cerebro extraordinariamente grande en comparación con el de otros animales. Los mamíferos que pesan 60 kilogramos tienen en promedio un cerebro de 200 centímetros cúbicos. Los primeros hombres y mujeres, de hace 2.5 millones de años, tenían un cerebro de unos 600 centímetros cúbicos. Los sapiens modernos lucen un cerebro que tiene en promedio mil 200 a mil 400 centímetros cúbicos. El cerebro de los neandertales era aún mayor.

El hecho de que la evolución seleccionara a favor de cerebros mayores nos puede parecer, digamos, algo obvio. Estamos tan prendados de nuestra elevada inteligencia que asumimos que cuando se trata de potencia cerebral, más tiene que ser mejor. Pero si este fuera el caso, la familia de los felinos también habría engendrado gatos que podrían hacer cálculos. ¿Por qué es el género Homo el único de todo el reino animal que ha aparecido con estas enormes máquinas de pensar?

El hecho es que un cerebro colosal es un desgaste colosal en el cuerpo. No es fácil moverlo por ahí, en especial cuando está encerrado en un cráneo enorme. Es incluso más difícil de aprovisionar. En Homo sapiens, el cerebro supone el 2-3 por ciento del peso corporal total, pero consume el 25 por ciento de la energía corporal cuando el cuerpo está en reposo.

En comparación, el cerebro de otros simios requiere sólo ocho por ciento de la energía en los momentos de reposo. Los humanos arcaicos pagaron por su gran cerebro de dos maneras. En primer lugar, pasaban más tiempo en busca de comida. En segundo lugar, sus músculos se atrofiaron. Al igual que un gobierno que reduce el presupuesto de defensa para aumentar el de educación, los humanos desviaron energía desde los bíceps a las neuronas. No es en absoluto una conclusión inevitable que esto sea una buena estrategia para sobrevivir en la sabana. Un chimpancé no puede ganar a Homo sapiens en una discusión, pero el simio puede despedazar al hombre como si fuera una muñeca de trapo.

Hoy en día nuestro gran cerebro nos compensa magníficamente, porque podemos producir automóviles y fusiles que nos permiten desplazarnos mucho más deprisa que los chimpancés y dispararles desde una distancia segura en lugar de pelear con ellos. Pero coches y armas son un fenómeno reciente. Durante más de dos millones de años, las redes neuronales humanas no cesaron de crecer, aunque dejando aparte algunos cuchillos de pedernal y palos aguzados, los humanos tenían muy poca cosa que mostrar. ¿Qué fue entonces lo que impulsó la evolución del enorme cerebro humano durante estos dos millones de años? Francamente, no lo sabemos.

Otro rasgo humano singular es que andamos erectos sobre dos piernas. Al ponerse de pie es más fácil examinar la sabana en busca de presas o de enemigos, y los brazos que son innecesarios para la locomoción quedan libres para otros propósitos, como lanzar piedras o hacer señales. Cuantas más cosas podían hacer con las manos, más éxito tenían sus dueños, de modo que la presión evolutiva produjo una concentración creciente de nervios y de músculos finamente ajustados en las palmas y los dedos. Como resultado, los humanos pueden realizar tareas muy intrincadas con las manos. En particular, puede producir y usar utensilios sofisticados. Los primeros indicios de producción de utensilios datan de hace unos 2.5 millones de años, y la fabricación y uso de útiles son los criterios por los que los arqueólogos reconocen a los humanos antiguos.

Pero andar erguido tiene su lado negativo. El esqueleto de nuestros antepasados primates se desarrolló durante millones de años para sostener a un animal que andaba a cuatro patas y tenía una cabeza relativamente pequeña. Adaptarse a una posición erguida era todo un reto, especialmente cuando el andamiaje tenía que soportar un cráneo muy grande. La humanidad pagó por su visión descollante y por sus manos industriosas con dolores de espalda y tortícolis.

Las mujeres pagaron más. Una andadura erecta requería caderas más estrechas, lo que redujo el canal del parto.