Dos cuentos de Andrés Neuman

Me gusta que no haga-mos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a nuestra cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor alcanzase nuestros cuerpos.
Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha.
Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.
Monólogo de la mirona
Cuando estoy, por ejemplo, como ahora, sola en una cafetería, con la vista perdida en la calle de enfrente, y de pronto en la puerta de la iglesia se agolpa una multitud que se saluda y conversa y ríe, y aparece un bebé en brazos, dormido, indiferente, cuya presencia festejan todos, y se congregan en semicírculo para fotografiarse, y yo me fijo en una chica que lleva una falda corta, blanca, con unos muslos gruesos de los que sin embargo ella parece orgullosa, y cuando los concurrentes posan frente al fotógrafo, todos de espaldas a la cafetería, y veo que la mano bronceada de uno de los hombres, un hombre guapo que con el otro brazo rodea a la que podría ser su esposa, se dirige veloz hacia esa falda y busca, palpa, aprieta las nalgas abundantes de la chica sin que ella proteste ni se inmute, entonces me doy cuenta de que a mí nunca me pasa nada.
Y cuando aparto la vista de la iglesia y el camarero se acerca a retirar mi taza, una taza en la que, sin querer, he dejado la marca morada de mis labios, y el camarero repara en esa huella, se demora un momento y después huye despavorido, quizá porque ha notado que soy demasiado joven, los hombres con la espalda como él, lo sé muy bien, a nosotras nos miran pero no nos hablan, o nos hablan pero no nos preguntan nuestros nombres, y cuando el camarero se aleja con su espalda enorme y sus pantalones ajustados y sus zapatos seguros de sí mismos, deja mi taza sobre la barra, extrae su teléfono de un bolsillo y lee algo en la pantalla que lo hace sonreír, yo me doy cuenta de que a mí nunca me pasa nada.
Y cuando, dentro del bus, un abuelo se levanta para cederle su asiento a una abuela, y ella sonríe con cierto conflicto, a medias halagada por la galantería, a medias ofendida por la evidencia de su condición, hasta que el bolso de la abuela resbala por su hombro cuarteado igual que el bolso, y cae al suelo, y un espejito viejo nacarado, de señora, encantador, queda abierto en mitad del pasillo, y el abuelo se agacha con admirable esfuerzo a recoger el espejito, con riesgo de caerse, y el autobús da un frenazo, y el abuelo se aferra como puede a las barras, tarda una eternidad en erguirse de nuevo y le entrega a la señora, rescatado, valiosísimo, su espejito y su bolso y su juventud, y cuando la abuela se lo agradece con una inclinación sin poder evitar, en ese mismo instante, mirarse en el espejito y acomodarse el poco cabello que le queda, yo compruebo que a mí nunca me pasa nada.
Y cuando vuelvo con mi libreta intacta, sin haber repasado ni una página de esos apuntes aburridísimos por los que mañana me van a preguntar, y subo las escaleras corriendo porque me sobra energía, y a través de la puerta de nuestros vecinos llegan murmullos, música de fondo, risas, exclamaciones ahogadas, y cuando entro en casa, saludo, nadie responde, avanzo, paso frente a la habitación de mi hermano y lo veo descargándose porno, atento a su tarea, absorbido, entregado, y escucho a mi padre gritándole a mi madre, y a mi madre lloriqueando, y a mi padre diciéndole que deje de hacerse la víctima, y a mi madre contestando que a él le vendría muy bien aprender a llorar, entonces yo me encierro en mi habitación y me recuesto a seguir pensando por qué la vida de los demás siempre parece tan intensa, tan real, pero a mí en cambio nunca me pasa nada.
Andrés Neuman visitará México para promover su nuevo poemario Vendaval de bolsillo, y participará en la Feria Internacional del Libro Monterrey (del 11 al 19 de octubre) y en la Feria Internacional del Libro de Acapulco.
(Los dos cuentos forman parte del libro El fin de la lectura)