Un año después del error histórico de Obama

El 10 de septiembre de 2013 el presidente
Barack Obama se dirigió a la nación para anunciar la respuesta que iba a dar al ataque químico del régimen de Bachar al Asad contra la población siria.
Todos daban por hecho que el mandatario iba a vengarse de las casi dos mil víctimas atacando al tirano de Damasco.
La certeza de que el presidente sirio almacenaba toneladas de armamento químico y las imágenes de niños muriendo asfixiados, mientras echaban espuma por la boca, espantaron al mundo. Semejante crimen de lesa humanidad era la “línea roja” que se impuso el mandatario estadunidense para reaccionar.
Pero Obama no reaccionó. Explicó que había aceptado una propuesta rusa de última hora que consistía en que el presidente Vladímir Putin le iba a pedir a su amigo Al Asad que entregase a la ONU su armamento químico, a cambio de evitar ataques aéreos estadunidenses, que habrían precipitado la caída del régimen, como ocurrió con el del coronel Gadafi.
Hace justo un año, cuando Obama anunció el acuerdo con Moscú, me eché las manos a la cabeza: acababa de cometer un error gravísimo, ya que su cambio de postura enviaba el siguiente mensaje a Al Asad: por mí sigue machacando a tu pueblo, mientras no los vuelvas a gasear con armas químicas.
Me habría gustado equivocarme y reconocer en esta columna que el presidente de EU acertó hace un año, pero a la vista está que no fue así.
Lástima que ninguno de sus consejeros le recordase cómo el bombardeo que ordenó Bill Clinton sobre Serbia acabó en pocos días con la limpieza étnica de musulmanes de Bosnia y Kosovo, cometida por los serbobosnios a los que armó Milosevic.
A los que rechazan por principio cualquier intervención militar les preguntaría:
¿Qué suerte creen que habrían corrido los pueblos europeos sometidos a los nazis, si EU y Gran Bretaña no hubiesen apostado por el Desembarco de Normandía?
Para la oposición siria, los bombardeos de EU habrían sido su particular Desembarco de Normandía, pero como no ocurrió, se desencadenaron dos acontecimientos gravísimos para la estabilidad mundial.
El primero fue que Putin entendió que Obama, ni aún cruzando Al Asad la línea roja, estaba dispuesto a meterse en conflictos ajenos.
El ex espía del KGB, que siempre consideró el colapso de la URSS como la mayor catástrofe del siglo XX, decidió en consecuencia desestabilizar con más descaro a las ex repúblicas soviéticas —con la amenaza energética y su poderío bélico— para acercarlas de nuevo al Kremlin.
Ya lo logró en los noventas, entregando armas a los rebeldes de Abjasia y Osetia del Sur, las dos regiones de habla rusa que se declararon independientes de Georgia. Pero lo que realmente codiciaba —ahora lo sabemos— era Ucrania.
Las consecuencias las estamos viendo apenas un año después de ese discurso de Obama.
Crimea fue anexionada por Rusia, ante las narices de EU y Europa, y los rebeldes prorrusos del este de Ucrania, armados por Moscú, proclamaron la independencia.
Por lo que a Kiev no le quedó otro remedio que declararles la guerra y a la OTAN salir de su letargo en el que cayó tras ganar la Guerra Fría.
La segunda consecuencia es aún más grave para la estabilidad mundial.
Como Obama y sus aliados europeos y árabes decidieron abandonar a su suerte a la oposición siria, muchos se sintieron traicionados y se unieron a organizaciones radicales suníes, ajenas al espíritu democrático de la Primavera Árabe, y que odiaban por igual al chií Bachar al Asad y a Occidente.
Entre estos grupos, uno destacaba por su violencia y su dominio de la propaganda y el terror a través de internet: el Estado Islámico.
Financiados por millonarios suníes —principalmente de Arabia Saudí y Qatar—, que lo mismo venden petróleo a EU que donan dinero a Al Qaeda, vieron en esa nueva organización yihadista el azote que buscaban para atacar a sus enemigos chiíes en Siria e Irak y de paso contener a la gran potencia chií: Irán. Sólo cuando el EI proclamó un califato, que pedía a los musulmanes que acabaran con los ricos estados petroleros del golfo Pérsico, entendieron que habían estado alimentando a un monstruo.
El miércoles pasado, justo cuando se cumplió un año del trágico error de Obama, volvió a dirigirse a la nación para, ahora sí, anunciar que iba a ordenar ataques aéreos en Siria, sólo que esta vez contra otro enemigo más terrorífico que Al Asad, el Estado Islámico.
Corregir es de sabios y en este caso es urgente. La prueba es que, gracias a los bombardeos de EU en Irak, los yihadistas perdieron el control de la mayor presa del país, que amenazaban con derribar, lo que habría provocado una catástrofe humanitaria y ambiental inimaginable.
Lo hace, además, en alianza con un frente de países árabes, para que no se vea como una agresión contra los musulmanes, sino como un deseo común de acabar con la barbarie “donde sea y el tiempo que haga falta”.
Lo hace, por otra parte, advirtiendo que su objetivo no es, ni mucho menos, ayudar al presidente sirio, al que culpó de haber iniciado esta espiral infernal.
Sería un consuelo para las miles de víctimas del odio sectario que se ha instalado en Oriente Medio ver sentados juntos en el Tribunal de La Haya al líder del Estado Islámico, Abu Bakr al Bagdadí, y a Bachar al Asad, para que haya justicia y paguen por sus crímenes cometidos contra la humanidad.