Instituciones y visión ciudadana

Para la mayoría de las personas que conformamos la polity mexicana, es decir, para la mayoría de los ciudadanos mexicanos, los asuntos públicos suelen presentarse bajo la forma de iniciativas, debates y acuerdos entre organizaciones públicas y privadas poderosas, complejas y distantes.
Se trata –parafraseando el título de aquella película épica- de duelos entre titanes. Así parece ser el caso cuando los medios de comunicación reportan, por ejemplo, que los efectos de las reformas aprobadas a lo largo del año se sentirán en el mediano plazo, o cuando se debaten públicamente las supuestas tendencias o perspectivas que van a las elecciones de mediados de 2015.
Desde la perspectiva del ciudadano común, tales noticias llegan a ser dignas de ser comentadas y analizadas con amigos, familiares y colegas. Sin embargo, la contundencia de lo que las notas periodísticas reportan se disuelve, cuando por sentido común alguien hace la pregunta: ¿eso a mí en qué me beneficia o a mis hijos?
La verdad sea dicha, el sentido mismo de expresiones como asuntos públicos o vida pública se refiere a la atención de las necesidades colectivas de los ciudadanos. Las instituciones públicas y privadas son, en principio, artefactos creados para servir y atender estas necesidades. La propia Constitución mexicana se refiere a esta idea en diversos momentos y contextos.
Para entender la compleja trama de procesos y arreglos que ha llevado a que las instituciones públicas y privadas hayan adoptado estrategias de discusión mediática, antes que otras simplemente encaminadas a satisfacer las necesidades sociales, es necesario revisar, aunque sea someramente, la forma en que se alcanzan y ejercen los liderazgos públicos y sociales.
No se trata simplemente de explicar la lógica de la camarilla o del grupo político, pues ello obscurecería más aún el de por sí difícil panorama de los asuntos públicos.
Hablar de los liderazgos públicos y privados en México, como en cualquier otro país, es referirse necesariamente a los puntos específicos en los que el poder económico y el poder político se concentran. Aún cuando esa concentración se explique por el crecimiento demográfico de las sociedades, ello no justifica el costo del mobiliario o los elevados salarios en las oficinas centrales de organizaciones tan disímbolas y diversas como el Instituto Mexicano del Seguro Social, Petróleos Mexicanos o las grandes empresas transnacionales.
No hay una razón lógica y clara que describa cómo se relacionan la protección a la salud de los mexicanos o la administración del patrimonio petrolero nacional con gastos de representación onerosos o la asignación de bonos y estímulos económicos no asociados a la estructura de sueldos y salarios.
Esta situación contrasta gravemente con las condiciones y términos en que se alcanzan los liderazgos. Es un lugar común encontrar referencias que explican que quienes alcanzan una posición como secretario de Estado, como líder social, como dirigente empresarial y hasta como intelectuales destacados, han surcado trayectorias llenas de jornadas de trabajo hombro con hombro y de vocaciones auténticas.
Pero al alcanzar las posiciones de liderazgo y dirección, todo se invierte y transforma. Hay, pues, una suerte de acertijo o dilema en la lógica de las instituciones y sus liderazgos: todo voto a favor del trabajo honesto, de la lealtad a las instituciones, del respeto a la diversidad, y de compromiso con causas sociales, se convierte en un derecho a la opulencia, al ejercicio autoritario del poder y a la búsqueda de intereses singulares y particulares. En tanto que la respuesta a la pregunta sigue siendo omisa: no sabemos cómo todo eso beneficia a los ciudadanos o a sus hijos.