Contra el mismísimo Diablo… III

Huí de los juegos de rol después del Final Fantasy X, que me pareció meloso en extremo. Antes gocé el Secret of Mana, el FF IV, VI, VII y VIII, y el señorón Chrono Trigger. Pero nunca intenté acercarme a los títulos de este tipo en línea, pues padecí a «Ragnarok» desde que llegó a la computadora de un amigo.
Perdió miles de horas frente a la computadora después de instalarlo. Todo intentando que su guerrero nivel seis alcanzara el 99 para reventar a quienes lo golpeaban cuando era un mozuelo sin espadas, escudos y armaduras de lujo.
Notaba que su barba crecía y su estómago también. Y el juego era realmente aburrido: lo observaba ir de un lado a otro eliminando a enemigos que aparecían de forma aleatoria; ocasionalmente cambiaba armadura y platicaba, vía chat, con sus aliados… y ya. Con el tiempo él creó a un personaje más, y en breve lo llevó al nivel 56; después repetiría eso mismo con otro.
Me animaba a jugarlo, y nunca olvidé una de las frases que usó para tratar de convencerme: «te aburres porque no lo estás jugando; si lo tocas ya no lo sueltas». Suficiente para abstenerme de tomar el teclado y caer en la adicción.
Pero los años pasaron y la gente de Blizzard Entertainment concluyó el Diablo III, título que millones de fans en el mundo desearon, tras más de una década de su precuela. Y conseguí una copia para el Playstation 3 porque las buenas críticas que leí me animaron a sucumbir a sus encantos. Perdí.
Por un lado, finalmente experimenté la adicción de la que tanto huí, aunque la inercia del modo de juego me llevó a hacer exactamente lo que tanto odié en el pasado: ir de un lado a otro buscando enemigos para eliminarlos y, con ello, incrementar nivel. Cierto: con el mando (y no como espectador) esta acción repetitiva sí es divertida.
Durante la cruzada para enfrentar al mismísimo Diablo, los gráficos fueron lo de menos.
Aunque éstos son atractivos (especialmente en las cinemáticas), el valor de este título radica en su sistema de juego: el action role playing game (ARPG) sí es adictivo, y esto debería estar escrito en la caja.
En Diablo III hay una necesidad de triunfo que no abandona al videojugador desde que elije a su personaje.
Éste salta al campo de batalla y se involucra de inmediato en la pelea que sostienen ángeles y demonios, conociendo a más y más personajes durante la cruzada y desenrrollando una historia que, ciertamente, va de menos a más en interés.
El uso de armas y la posibilidad de modificarlas para crecer sus capacidades en este juego que también apuesta a la estadística, es un plus que abre posibilidades infinitas.
Disfruté atacar a los rivales con el arma secundaria y poder optimizarla tras alcanzar un nuevo nivel. Notar que su poder se amplía exponencialmente, y que sucederá algo mucho mejor cuando nuevamente crezca el poder de mi personaje, me motivó a pasar dos noches en vela.
Vencí a enemigos enormes. Gocé viéndolos caer. Exploré calabozos enormes y perdí ante los numerosos grupos que me salían al paso dentro de ellos. Desarrollé mis habilidades hasta alcanzar el nivel 37… y lo disfruté bastante.
Pero por mucho que traté de avanzar, entendí que la cruzada contra el Diablo es grandísima: la profundidad del juego y sus contenidos descargables me confirmaron que se trata de un título diseñado para durar. Y durar en serio.
El error (o acierto) fue hacer pública mi experiencia de juego con Diablo III, pues la anécdota de un camarada logró convencerme en dar marcha atrás a mi interés por hacerme de la actualización «Reaper of souls»:
«Mi primo lo estuvo jugando durante más de siete horas; literalemente quemó su PS3».
Una de esas noches en vela duró seis horas y media.
Decidí dejar de jugarlo.