Todos acabarán ciegos

Hace poco más de un mes España enmendó un trágico error que cometió hace más de cinco siglos. Aprobó una ley para conceder la nacionalidad a los sefardíes, los descendientes de los judíos que en 1492 fueron expulsados de España (Sefarad, en hebreo) por orden de los reyes católicos. En su reino, dijeron, no podían seguir conviviendo, como habían hecho durante siglos, los “infieles” judíos y musulmanes junto a los que profesaban la “religión verdadera”, los cristianos.
Sentí curiosidad por ver cómo habían reaccionado los sefardíes a este anuncio y leí algunos comentarios en la web del New York Times. En su mayoría apreciaban el gesto con un “más vale tarde que nunca”, pero hubo dos comentarios que me llamaron la atención. El primero lamentaba que el gobierno español no tuviese la misma deferencia con los descendientes de los árabes, que también fueron expulsados y también muchos de ellos conservaron las llaves de los hogares de sus antepasados, los que vivieron en esa patria que ellos llamaban Al Andalus. “¿Qué derecho tienen los sefardíes que no tengan los andalusíes?”, se preguntaba el lector. En el segundo comentario, una lectora no perdonaba a los españoles el daño que hicieron a sus antepasados. “Devuélvanos las casas que no robaron”, escribió indignada. Me irritó el comentario, no tanto por ser español (y andaluz), sino por lo injusto e hipócrita que era. Mi reflexión fue: Si cinco siglos después una lectora estadunidense de origen judío sigue rabiosa por la expulsión de sus antepasados en España, debería entonces entender la rabia de los palestinos que perdieron sus casas, hace apenas 66 años, cuando fueron expulsados para que los judíos fundaran el Estado de Israel. ¿Cómo será la carga de rencor y odio de los más de esos 700 mil palestinos que fueron expulsados o de los más de dos millones de palestinos que malviven hacinados y siguen bajo la ocupación del ejército israelí?
Entendí como nunca antes por qué la solución al conflicto árabe-israelí es una misión imposible. Dos pueblos que creen tener los mismos derechos históricos y religiosos sobre la misma tierra, a la que algunos llaman santa y otros llamamos maldita, porque allí nació el odio al que no reza al mismo Dios, están condenados a no entenderse.
Este odio es más insoportable cuanto más cercano le afecta a cada uno el conflicto. No deben sentir lo mismo los judíos e incluso árabe-israelíes que viven en Tel Aviv, ciudad progresista y abierta al diálogo, que los que viven bajo la atmósfera asfixiante de Jerusalén, ciudad maldita donde las haya por la cantidad de sangre que se ha derramado en su nombre. La última vez la semana pasada, cuando Mohamed Jedair, un adolescente musulmán fue quemado vivo por seis jóvenes judíos, en venganza por la muerte de otros tres jóvenes judíos, asesinados a su vez por palestinos en venganza por la ocupación israelí.
Nada nuevo bajo el sol de Oriente Medio. Los asesinos del adolescente palestino y los de los tres estudiantes judíos no hicieron otra cosa que transformar ese odio que llevan en el ADN en una práctica ya común entre ambos pueblos: la ley del Talión, más conocida como “ojo por ojo, diente por diente”.
En vez de poner fin al nuevo estallido de las hostilidades y reconducir la crisis por vías civilizadas, las autoridades israelíes y los radicales palestinos de Hamas se aferran a esa inhumana ley. Y ahí los tenemos otra vez, lanzándose proyectiles, y como siempre, los palestinos de Gaza contando sus muertos y mostrando sus cadáveres al mundo, porque, en esta guerra asimétrica, los cohetes palestinos son neutralizados por el escudo antimisiles israelí, mientras que los cazas israelíes pueden bombardear a placer a la superpoblada, empobrecida y desprotegida Franja. Una imagen de televisión ilustró esta semana la tragedia desigual que sufren uno y otro pueblo: primero, la de una playa de Tel Aviv, llena de bañistas tomando tranquilamente el sol; y en esa misma playa, pero ya en Gaza, a una decena de kilómetros al sur de la frontera, el agujero y la arena negra de la explosión que mató a una familia de palestinos, que busco refugio en la playa, tras haber sido bombardeada su casa.
Mientras Israel machaque a la población palestina como lo hace o los humille prometiendo un Estado inviable, lleno de asentamientos judíos, con colonos extremistas armados hasta los dientes, no habrá ninguna posibilidad de que los palestinos quieran negociar la paz. Y mientras los radicales palestinos se nieguen a reconocer el Estado de Israel y sigan amenazando con sus cohetes su derecho a vivir con seguridad, los israelíes nunca van a negociar la paz. Aplicar eso del “ojo por ojo” es lo único que entienden y así parecen condenados a vivir, hasta que un día acaben todos ciegos.